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Columna
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Rey de los belgas

En Bélgica han comenzado los actos de conmemoración del vigesimoquinto aniversario de la muerte del cantante y actor Jacques Brel, efeméride de la que oíremos hablar mucho en los próximos meses (ayer mismo este diario se hacía eco de ella). En 1972, Brel concedió una entrevista a un amigo suyo al que citó en un pub de Knokke-le-Zoute, en la costa belga. Son 42 minutos de confesión recogida en el CD titulado Brel Knokke, que incluye, además, una actuación. El disco es una iniciativa de la Fondation International Jacques Brel, una benéfica organización que ayuda a niños enfermos de cáncer. Hace unos meses, curioseando por la sección de música de la FNAC, di con él por casualidad. Al salir, llovía como si Barcelona fuera Bruselas. Lamenté no llevar paraguas y, 20 minutos más tarde, me refugié en el Ne me Quite Pà, un bar restaurante de la calle de Marià Cubí. No fue una elección casual. Con Brel en el bolsillo, me pareció lo más coherente. En el 2001, Ne me quitte pas fue considerada una de las tres canciones más hermosas del siglo XX. Me tomé una cerveza a su salud y recordé el documental que, hace años, proyectó el Festival de Cine de Barcelona. En la sala (uno de los cines Alex), los más francófonos del lugar nos reunimos para ver a Brel en casi directo. La película incluía imágenes de los conciertos de Brel en el Olympia, sudando y entregándose a un estilo que, 22 años después de su muerte (de embolia pulmonar, en el hospital Franco-Musulmán de Bobigny, a los 49 años), sigue siendo un modelo de compromiso con el escenario (si quieren saber más, lean la biografía Le roman de Jacques Brel, de Marc Robine, que incluye 610 páginas de pormenorizado estudio y testimonios de amigos y conocidos).

La entrevista de Knokke resulta tan impresionante como las imágenes del Olympia. Brel va soltando su verdad, torrencial, participando generosamente en una charla en la que habla de casi todo. De la salud ("nada desgasta tanto como vivir"), de la vida ("es un accidente biológico interesante que hay que alimentar con un riesgo inteligente, con una calculada intensidad"), de Frank Sinatra ("canta admirablemente bien. Me hace ilusión que cante Ne me quitte pas, aunque tampoco me levantaría a medianoche para escucharle"), de la fidelidad ("es hermosa, noble, muy superior a todos los demás sentimientos"), del talento ("el talento no existe. Sólo es el deseo de hacer algo. Lo demás es sudor"), de la estupidez ("una forma de pereza"), de las canciones ("escribir canciones, cantarlas, son trabajos de aspirina, pero que incluyen un exhibicionismo que hay que asumir"). De vez en cuando, se oye el ruido de un encendedor: Brel fumando. Se intuye su personalidad y parte de su biografía: nacido en 1929 en Bruselas, casado y más tarde separado, padre de tres hijas con las que dejó de comunicarse en sus últimos años de vida, nómada, aviador y anacoreta en la aldea de Autona, en la isla de Hiva Oha, a 10 horas de vuelo de Tahití, arrollador en escena, comprometido con su trabajo (nunca quiso conceder un bis. "Mi trabajo está hecho. ¿Se le exige a un obrero que repita su tarea?", decía), encantador con los desconocidos y déspota con los conocidos, no esquiva las preguntas más delicadas, aquellas en las que habla de sus "maravillosos enemigos": las mujeres. "Con las mujeres tenemos pasión, paciencia y remordimientos", dice. "Me gusta demasiado el amor para amar a las mujeres. Lo cual no significa que sea homosexual. No me siento orgulloso de no haberlas comprendido del todo, por pereza o por pudor", añade. ¿Misógino? Quizá, pero la fotografía del abrazo entre su primera mujer, madre de sus hijas, y su compañera de los últimos años, destrozadas por el llanto y presentes en su entierro, invita a la duda.

¿Y qué dice de esos belgas que ahora le rinden honores culturales? "Amo a los belgas. Hace 20 años que hablo de los belgas, con mi acento y con precisión. Hay gente que rechaza la condición de belga y eso me duele. El problema belga es microscópico. En Perú o El Salvador no saben nada de nosotros y les importa un bledo el problema belga". Se queja de los que juegan a no ser belgas y al hablar de los odios ancestrales entre valones y flamencos, recurre a un peculiar sentido común: "Soy un flamenco francófono. No veo por qué un finlandés no puede escribir sobre Finlandia en alemán. Como flamenco de raza, elijo contar todo esto en francés. Si todos los mongoles hablaran flamenco, ¿significa eso que serían belgas? Creo que Bélgica vale mucho más que una querella lingüística". Una opinión con la que consiguió ser atacado por los extremistas de ambos lados, más pendientes de mantener el odio que de fomentar la razón. Del odio también habla. Con la misma voz capaz de conmover en sus canciones, afirma: "El odio estimula la salud de los imbéciles".

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