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Una OPA en campo contrario

El problema que late bajo los avatares de la historia española -más profundo que la dialéctica entre unitarismo centralista y aspiraciones independentistas- es la lucha por la hegemonía peninsular. Según esta idea, de los tres grandes grupos humanos existentes en la Península, el que se asienta en la vertiente atlántica -los portugueses- tuvo pronto claro que más le valía huir del avispero hispano y que su destino se perfilaba allende el océano. Total, que se hizo con un imperio ultramarino, preservado casi hasta hoy. Por tanto, la partida pasó a jugarse entre los otros dos grandes pueblos peninsulares: el que vive en la meseta (los castellanos) y el que se asienta al noreste de la Península (los catalanes).

En realidad, esta lucha por la hegemonía peninsular entre castellanos y catalanes pronto se concretó en la confrontación acerca del modelo con arreglo al cual ha de articularse la convivencia en el seno del gran Estado peninsular, es decir, si ha de prevalecer una estructura unitaria y centralista, que tenga su capital en Madrid y proclame la supremacía de la lengua y la cultura castellana, o bien ha de primar una organización de tipo federal, con diversos centros de poder y variedad de lenguas y culturas, que coexistan en régimen de libertad e igualdad.

Sin percibir la permanente dialéctica entre estos dos modelos, resulta imposible entender la historia de España durante los últimos siglos, presidida por un trágico vaivén en el que ninguna de las dos opciones ha logrado, pese a los signos externos, arrasar a la contraria. Así, por ejemplo, pareció que la conformación del Estado liberal sería la gran ocasión para que el modelo unitario y centralista consolidase su victoria, pero no fue así. El Estado liberal español fue incapaz de conseguir algo tan elemental como la unidad de caja. La prueba la tenemos en la subsistencia, hasta hoy, de las diputaciones forales de Navarra, Álava, Guipúzcoa y Vizcaya, que disfrutan de un ventajoso régimen de convenio fiscal. Y tampoco logró la unificación del derecho privado, mediante la promulgación de un código civil único a imagen y semejanza del Código de Napoleón. La vigencia actual de sus derechos propios en Galicia, País Vasco, Navarra, Aragón, Cataluña y Baleares testimonia esta impotencia.

La razón de esta falta de homogeneidad política quizá se halle en el hecho de que, a diferencia de Francia, en España nunca ha podido hablarse -hasta ahora- de una sola zona económica aglutinada en torno a la capital del Estado, sino que han coexistido diversas áreas vertebradas en torno a sus respectivas capitales. En este sentido, cabe afirmar que, históricamente, Madrid más se ha asemejado a Viena -dejando al margen su distinto peso cultural- que a París. Es decir, Madrid no ha sido históricamente -como sí lo ha sido París respecto a Francia- la capital económica de España, sino que se ha limitado a ser, al igual que Viena respecto al imperio austrohúngaro, la capital burocrática de un ámbito geográfico cuyas zonas de economía productiva contaban con sus propias capitales, en las que residían sus respectivas burguesías.

Sobre este trasfondo se redactó la Constitución de 1978, cuyo título VIII constituye la mejor prueba de que el modelo unitario centralista no había logrado fraguar en España. Es más, de no ser por el problema catalán, no hubiese habido Estado de las autonomías, pues Navarra y el País Vasco ya gozaban de un status especial, constitucionalmente recogido bajo la figura de los derechos históricos. Lo que sucede es que la fórmula autonómica ha cuajado espectacularmente, por incidir sobre una realidad que ya era plural; por lo que estamos ante un proceso irreversible que culminará, antes o después, en un Estado federal.

Ahora bien, la vida tiene cops amagats, por lo que, coincidiendo con el arraigo del Estado de las autonomías, se ha producido una alteración sustancial del papel de Madrid, que ha pasado a erigirse en la sede de un complejo de poder político-financiero-funcionarial-mediático que acrecienta cada día que pasa su voluntad hegemónica sobre todo el ámbito peninsular. La explicación de este fenómeno viene dada por el hecho incontestable de que el poder económico en que descansa siempre el poder político es hoy de naturaleza financiera, y no industrial o comercial como sucedía hasta hace poco. En consecuencia, la concentración del poder financiero en simbiosis con el poder político es un fenómeno imparable. Recordemos lo sucedido con el BBVA.

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Así las cosas, un suceso concreto como la OPA presentada por Gas Natural sobre las acciones de Iberdrola ha tenido el resultado previsible. ¿Cómo iba a admitir el complejo de poder que subyace bajo la palabra Madrid que se le fuese de las manos una parcela significativa de poder? A Madrid no le interesa que Barcelona -y con ella Cataluña- se erija en centro alternativo de poder, que extienda su influencia desde Tolouse a Málaga y desde Zaragoza a las Baleares. Decía Josep Pla que, para un payés del Empordà de comienzos del siglo XX, el Estado no era otra cosa que el recaudador de las contribuciones. No son muy distintas las cosas ahora. Si alguien lo duda, que piense en las recientes declaraciones del presidente Aznar sobre las limitaciones que considera que deben imponerse a las cajas de ahorros. ¿Contra quién se dirigen?

Para quienes -desde Cataluña- aún preservamos un sentimiento de pertenencia a España, resulta desalentador constatar, una vez tras otra, que siempre jugamos en campo contrario.

Juan-José López Burniol es notario.

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