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La regla del derecho

Hoy quiero ordenar mis pensamientos sobre un acontecimiento próximo: las elecciones municipales y locales.

Vista la reacción de mis amigos, hace algo más de un mes me excedí. Como disculpa podría alegar que, perdido el control de la intensidad y del tono de mi voz, y en momentos tensos, lo que pretende ser un razonamiento sereno parece ser, o puede que sea, un exabrupto. Son efectos colaterales -que no fuego amigo- del disparo que hace más de dos años y medio me hirió en la boca, causándome así una pérdida de matices en la expresión: efectos limitados, al cabo, pues las intenciones del que disparó eran todavía más aviesas.

Asistía a una reunión de ¡Basta ya!, en la que percibí una excesiva insistencia por parte de un destacado representante del Partido Popular en hacerse aceptar como impartidor de los diplomas de la lucha antiterrorista, recelando incluso de la voluntad futura del alcalde socialista de Ermua (recuerden los lectores: es aquel que capitaneó la revuelta ciudadana contra el asesinato de un concejal, Miguel Ángel Blanco). Vine a decir entonces, o vine a querer decir, que en nuestra batalla política en defensa de la vida claro es que estábamos en el mismo bando los agredidos y amenazados -hablando claro: populares y socialistas- y en el otro bando estaban los asesinos y su soporte político -hablando claro: ETA y Batasuna-, mientras que los tibios, que no son ni fríos ni calientes y que, por eso, serán vomitados de la boca del Señor -hablando claro: partidos nacionalistas-, estaban, desde luego, más cerca del segundo bando que del primero. Pero, a partir de ahí, comenzaba un distingo: frente al encadenamiento lógico de la derecha -si estamos juntos contra la agresión violenta y contra la solidaridad cómplice, debemos seguir estándolo en el País Vasco en todo proyecto político antinacionalista- distinguía yo que había que establecer distancias. El pacto vale como defensivo -con ellos hasta la muerte o las muertes que sufrimos-, pero no es fácil seguir pactando, fuera de la defensa común, con un partido directamente implicado en la guerra de Irak, con esas muertes y esa destrucción que se causan y no se sufren.

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Pero luego me he sentido atacado en la línea de flotación de mis sentimientos. Adam Michnik, admirado periodista polaco, compañero en algunos cursos de verano en San Sebastián, se defiende de la acusación de traidor que le lanza el diario alemán Die Tageszeitung. Le acusa de traidor porque -dice- se muestra a favor de la guerra emprendida por EE UU y los británicos y apoyada por el Gobierno español. Algún otro, como Enzensberger, le acompañan en este razonamiento. Me temo que, si la intervención en Irak fuera justa, mi escandalizada denuncia de la política de la derecha española tendría menor justificación. No se trataría ya de que se puede estar contra la guerra, y al mismo tiempo con el Partido Popular, más allá del pacto defensivo contra ETA y contra el nacionalismo. Sería algo más; la derecha española estaría defendiendo la causa justa. Si hubiéramos de asentir a la idea de que la intervención bélica está justificada habrían perdido fuerza mis distinciones entre muertos sufridos -por nosotros- y muertos causados -también por nosotros-. Es cierto que alguna justificación seguirían teniendo mis reparos: la rebeldía contra actitudes, no sé si más prepotentes que necias o más necias que prepotentes, que despliegan nuestros gobernantes, bien capitaneados por su (nuestro) presidente.

Michnik soporta su argumentación en la reproducción del debate sobre la guerra justa, aunque yo creo que confunde los planos. Por una parte, distingue lo que no debe distinguirse: la esfera militar, la moral y la política. Por otra, contra lo que afirma como propósito suyo, no aplica "el mismo rasero para todos". Además, establece una separación categórica entre democracia y dictadura, separación que está quebrándose. Pero, sobre todo, desprecia la función de la regla del derecho, como norma moral, como norma de igualdad y como norma democrática.

En el debate clásico sobre la guerra justa todo era argumento ético: el militar, el moral y el político. Si una guerra no se debe emprender, por razones militares, políticas o de justicia (o derecho), moralmente es injusta. Pero a partir de este punto empezaban los problemas, que podemos trasladar a nuestro tiempo: no puede justificarse una guerra que, razonablemente, no se puede ganar; pero ¿y las guerras numantinas, que son algo más que las guerras de defensa, pues son las guerras de la defensa desesperada? ¿aquellas guerras, como la de Polonia contra Hitler, la de Finlandia contra Stalin, como dice Michnik y yo añado, quizá la de los iraquíes contra Bush o, finalmente, la de los rusos o los españoles contra Napoleón? No creo que, para justificar su guerra numantina, se haya matizado demasiado sobre la condición democrática de los Gobiernos polaco o finlandés, o sobre el pueblo ruso o español.

Hay un argumento nuevo: se trata de "derrocar a un tirano que respalda el terrorismo internacional y trata de hacerse con armas de exterminio masivo". Primero: derrocar a un tirano. Por sí sólo este argumento es escandaloso: se ha elegido, en todo caso, a un tirano muy malo, pero muy pequeñito, comparado con otros a los que se ha protegido, cuando no promocionado. Segundo: respalda al terrorismo internacional. No pasa de ser ésta una acusación sin pruebas suficientes y, en todo caso, no creo que en el apoyo a Bin Laden, o al IRA, hayan participado solamente regímenes tiránicos. Tercero: trata de hacerse con armas de exterminio masivo. Pues bien: solamente apelando a un Juzgador Racional podríamos distinguir entre la injusticia de quien no se ha hecho con tales armas, aunque se pudiera pensar que trataba de hacerse, y la justicia de la intervención contra el que, por esas carencias y apetencias, es castigado; es castigado por los que tienen armas nucleares, de destrucción masiva, antes les han vendido armas químicas y ahora han desplegado bombas de racimo.

No es razonamiento correcto el que convierte en categorías absolutas la democracia y la dictadura, menos aún cuando nos estamos refiriendo a pueblos y a gobiernos. Michnik dice: "Sigo negándome a poner el signo de igualdad entre un régimen conservador y antipático, pero democrático, y una dictadura, independientemente del color de su bandera". Pero no hay mal absoluto ni bien absoluto. Ni en Sadam ni en Bush. Poco importa ya insistir en el ingrediente de justicia que le podría haber asistido al primero en la defensa numantina (que felizmente no ha podido desplegar), y que es el que justificó al tirano Stalin contra el tirano Hitler; es que difícilmente podemos defender el bien absoluto de la democracia (antipática, es todo lo que reconoce Michnik) de un Gobierno que ha emprendido una línea tan escasamente democrática como es la defensa preventiva, la decisión unilateral y la proclamación de un eje del mal, todo esto desde la programación de sus objetivos, porque los medios utilizados para ello son las armas de destrucción masiva y el desprecio de la condición humana de los detenidos acusados de terrorismo. Lo siento, Adam, pero en el momento actual, en la isla de Cuba, junto a la vergonzosa persecución de disidentes -y la pena de muerte, de la que Bush sabe bastante-, se está practicando algo también muy malo: el enjaulamiento sin garantías de los presos en Guantánamo, contra el que no veo que se haya convocado ninguna manifestación. El Gobierno que actúa así acaso no pueda calificarse como tiránico, pues no hay que hacer afirmaciones absolutas, pero esos objetivos y esas prácticas sí lo son.

Hay un asidero, para juzgar sobre la moralidad de la guerra: el Derecho. Si los países han establecido una Constitución internacional, al modo como la entendía Kant, no cumplirla es no solamente un acto antijurídico, es un acto inmoral. Es cierto que el conflicto entre derecho y moral nos puede plantear graves problemas de conciencia, pero difícilmente pueden ampararse en ellos precisamente los poderosos, para quienes el cumplimiento del derecho es una exigencia moral necesaria. Hoy, desde la razón del poder imperial, asistimos a la crisis de la razón jurídica, como nos advierte Ferrajoli: "Los peligros para el futuro de los derechos fundamentales y de sus garantías dependen ... de la pérdida de confianza en esa artificial reason que es la moderna razón jurídica y con la que se erigió ese singular y extraordinario paradigma teórico y normativo que es el Estado de Derecho".

Pero en fin, ya está hecho. Ya están consumadas la agresión y la guerra (perdonen: en el caso español, la intervención humanitaria). Ahora, escribo cuando todo está consumado y lo menos malo ha sido que todo acabara cuanto antes, con el menor número de víctimas y con el derrocamiento de Sadam.

Luchar contra el terrorismo con medios ilegales es algo censurable en todo caso: cuando se hace con la connivencia del Estado contra ETA, pero también, todavía más, cuando se hace expresamente desde el poder del Estado contra Sadam. Contra los violentos no vale todo, salvo que nos incorporemos a su bando. En su día hubo que protestar por ello, ante las limitadas, pero excesivas, muestras de guerra sucia. En su día, esto es, mucho antes de que, en una oposición poco limpia, protestaran los que pretendían descubrir al Sr. X, esos que hoy se solidarizan con Mr. B. Claro que es fórmula canónica que nuestra actual batalla por la vida debe librarse con respeto a la regla de derecho, como los "guerreros humanitarios" nos recordaban y hoy olvidan.

Cuando he tratado de expresar mi exabrupto -del que me arrepiento- como argumentación en favor de una solidaridad limitada con el Partido Popular, pues con él nos unen, a los socialistas, a las fuerzas de seguridad, etc., el pertenecer al mismo bando, el de los atacados por nuestro terrorismo particular, el de ETA, quería expresar una reserva: nos distancia la regla del derecho. La regla del derecho es también la que, en nuestro caminar en favor de la democracia, nos enfrenta a un nacionalismo que busca en el neolítico su justificación y que ampara a los violentos.

En las próximas elecciones sé a quién voy a votar, pero no sé con quién tendré que pactar, pues doy fundamental valor a mis dos reproches: no al nacionalismo que prefiere romper la convivencia y mantener la identidad con los violentos a luchar por la vertebración ciudadana y por la democracia; pero no a la derecha española que prefiere el pacto con el nuevo imperio a la lucha por la legalidad.

Y pienso yo que los dos problemas, los internacionales y los locales, afectan por igual a mis opciones electorales sobre los municipios.

José Ramón Recalde fue consejero socialista del Gobierno vasco.

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