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Plagas

En el estado de Nueva York, nos recordó Huxley, uno puede morir devorado por un oso. El ser humano se ha dado un garbeo por la luna, pero no sabe curar el resfriado; mientras que no infrecuentemente, la gripe se complica y mata. El conocimiento de lo infinitamente pequeño -dicen- es más complejo y difícil que el de lo infinitamente grande. Con un poco de imaginación nos salen unas cuantas rocambolescas situaciones a partir de estos hechos, pero el horno no está para bollos. Y si es cierto que los orientales devoran insectos y gusanos, aquí engullimos babas de caracol y son manjar para muchos paladares. De san Ignacio de Loyola se dice que fue un devorador de esta babosa. Dicho todo esto en favor de los chinos, que son gentes pulcras donde las haya, y si pueden permitirse el lujo.

Nos estaban preparando para el salto a la longevidad e incluso a la inmortalidad y hete aquí que la neumonía asiática hace chirriar el optimismo de los ávidos. Sin embargo, no hay de qué sorprenderse demasiado. Los antibióticos hicieron cantar victoria, pero en parte por uso y abuso de estos fármacos, en parte mayor -es un suponer- porque los gérmenes se acostumbran y resisten o saltan otros que estaban (y están) agazapados, las enfermedades infecciosas resurgen y se les añaden otras: ébola, legionela, sida, Lyme, encefalopatía espongiforme, neumonía atípica, etc. La malaria se da un perpetuo festín y reaparece por nuestros predios la tuberculosis, enfermedad letal y romántica cuando la efervescencia del romanticismo; y un siglo y pico más tarde, en España, cuando la guerra civil trajo más hambre y menos higiene, para regodeo del bacilo de Koch.

Lo infinitamente pequeño. Uno lee de vicio artículos de ciencia biológica y saca la cabeza fría y los pies calientes o es al revés. Pero tan intrincado es el laberinto de esta química, que uno se queda con la impresión de que habrá sorpresas para largo. De modo que inyectarle un chorro de células madre (embrionarias o no) a un corazón quizás regenere el tejido dañado, pero que tal sea el final de esta historia es otra historia. La evolución es misteriosa de puro enrevesada, pero la naturaleza es pródiga en chapuzas, al menos, desde el punto de vista del ser humano. Nos hace conscientes de que hemos de morir sin malditas las ganas, y encima nos siembra el camino de minas. Con un riñón se puede vivir, con un solo pulmón también, de modo que la naturaleza nos ha puesto dos como quien dice por si las moscas; pero un único corazón y encima en dos mitades con funciones tan específicas, que si falla una se hunde todo el tinglado. A mayor abundamiento, un sistema de irrigación tan pobre que apenas si tiene recursos para casos de emergencia. Pero a qué arremeter contra lo que, en realidad, no existe.

Además, los humanos hemos hecho más difícil lo que de por sí ya es difícil. Hemos añadido fragilidad a la fragilidad. Guerra química y bacteriológica. ¿Tan grande hazaña técnica es envenenar las aguas de un río? Hasta Sadam Hussein habría podido hacerse cargo de la logística para arruinar el Támesis. Con tanto sistema y subsistema tecnológico, uno se extraña de que las catástrofes a escala no estén a la orden del día. Por ahora, se va la luz sólo el tiempo suficiente para que alguien se despida del mundo en la mesa de operaciones o en el ascensor. Pero provóquese una pequeña concatenación de fallos de los subsistemas y habrá estragos. Demasiada gente, demasiados traslados por tierra, mar y aire, demasiadas mercancías de un lado a otro, demasiada miseria. La miseria contagia sus efectos secundarios. Con las colonizaciones fue el hombre blanco quien arrasó poblaciones indígenas, queriéndolo por las armas, sin quererlo por los gérmenes. Ahora va a resultar que el mundo desarrollado no necesita líderes terroristas que le hagan la pascua. Ellos, los formalmente descolonizados, pero en modo alguno redimidos de su hambre y de su total carencia de higiene, son más, muchos más que nosotros. A escala mundial, hay en la actualidad más hambre, más aguas infectas, más basuras, más ratas e insectos que en la Edad Media europea. Y sin medicamentos. Es ilusorio pensar que un islote de prosperidad puede quedar siempre indemne mientras las enfermedades contagiosas causan estragos a la vuelta de la esquina. La neumonía atípica, de seguir extendiéndose y hacerse crónica como la gripe, lo que es muy probable, podría ser un aldabonazo, si no a la conciencia de los atolones de riqueza (pues la conciencia es un bien escaso), sí al instinto de supervivencia de estos núcleos afortunados. El virus de la neumonía atípica viene de China, una potencia ascendente en términos absolutos; en términos relativos, las zonas miserables del país son muchas y extensas y en ellas los servicios sanitarios brillan por su ausencia. Se da como harto probable que la emigración rural a los grandes núcleos urbanos está en el origen de la tragedia. Se produce ahora el fenómeno inverso, la fuga, el retorno; macabra ronda que podría costar muchas vidas humanas y abortar ese crecimiento económico sin el cual puede que se malogre el vacilante rebullir de las economías clave.

Transporte, turismo, comercio... A causa de una sanidad pública que no llega a todos; un mal agravado por el secretismo del régimen. Algo nos recuerda eso, que tan lejos no está la dictadura. A mantener vivo el recuerdo de aquel secretismo ayuda el caso de la legionela en Alcoi, que ya pasa de castaño oscuro. Ocho brotes en cuatro años, en una ciudad que apenas llega a los sesenta mil habitantes. Un gobierno autonómico que ha hecho de Juan Palomo y no ha sabido lidiar con el problema. Sería injusto y demagógico comparar el caso de Alcoi con el de la plaga china. Pero ambos tienen un parecido en un punto: el peligro añadido de la falta de transparencia, causada ésta, a su vez, por el miedo a que se descubra la inoperancia en cualquier forma de los mecanismos de control. ¿No habría sido más rentable, incluso electoralmente, entonar el mea culpa y, haciendo propósito de enmienda, abrir todas las puertas a la vigilancia de la oposición, que para eso está? La mujer del César tiene que ser honesta y parecerlo, pero en una democracia bien concertada no hay césares. A ver si tendremos que envidiar la tardía transparencia china.

Manuel Lloris es doctor en Filosofía y Letras.

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