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Columna
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Victimismo

Creo sinceramente, con el ministro de Trabajo y candidato virtual a la Generalitat, Eduardo Zaplana, que este último tramo de la prolongadísima campaña electoral va a ser duro y hasta sucio. La necesidad de alcanzar la mayoría absoluta, como es el caso del PP, obliga a este partido a no andarse con cortesías y disparar contra todo lo que se mueve, cual ciego con una pistola. No es raro, pues, que yerren el tiro y delaten así la ansiedad que los galvaniza. Una novedad significativa en un partido que mientras no se enviscó en los chapapotes que le han emergido ha practicado la deferencia y hasta la condescendencia con las fuerzas de la oposición, desarmadas y a menudo contritas. Éste es el momento, sin embargo, que su carisma de ganador se ha trocado en un victimismo, que quizá pueda muñirle votos, pero que no resiste el menor análisis.

Siempre y cuando no sea una humorada, cuesta creer que el arrogante PP se sienta acosado y cercado por un frente unido de todos sus opositores. Por lo pronto, y de ser así, habría de considerar qué culpa le cabe en esta cohesión insólita de sus antagonistas. Llegados a ese punto no puede soslayar que, entre otros motivos, la guerra que han patrocinado es la levadura que ha fermentado la aproximación de los hermanos separados. Sin ese despropósito, cada cual seguiría siendo cada quién, con los contenciosos tradicionales. Pero estos se han diluido ante la causa prioritaria del pacifismo y el remoquete de "rojos" que se les atribuye sin matices. O sea, que el adversario está siendo ahormado por el mismo partido hegemónico. El jefe de la campaña popular no anda muy lúcido.

Para acabarlo de arreglar, las huestes zaplanistas, después de ocho años en el machito, se quejan de desestimiento por parte de los medios de comunicación. Cristo, lo que hay que leer. Han tenido a su entera disposición todo el poder mediático de titularidad pública, y especialmente las televisiones. Un apartado, éste, en el que habrá que incidir crítica y apremiantemente algún día porque su uso y abuso supone un grave lastre a esta democracia. Que en estos momentos, además, aparezcan cabeceras de prensa improvisadas y oficialistas no revela otra cosa que el aludido victimismo y el más que evidente nerviosismo. Pero si lo hacen, es por esta causa, no porque sean -decimos del PP- reos de una conspiración.

Más indulgencia merece, debido al electoralismo que lo inspira, el aviso amenazante de que la eventual derrota del PP nos sumiría colectivamente en el caos. "Nos jugamos el futuro", ha proclamado Francisco Camps, el candidato popular a la Generalitat. Pues no, no nos jugamos nada. En primer lugar, porque los idus de mayo todavía pronostican un triunfo de la derecha que, mande ella o la oposición aglomerada, ha de afrontar una nueva legislatura afligida por la deuda pública escandalosa que lega el cuatrienio que ahora concluye. Y en segundo lugar, porque la alternativa, decimos del PSPV y sus eventuales aliados, puede movilizar recursos humanos sobrados para lidiar decentemente con el desafío.

Y, por último, una nota que no es de recibo: el dilema de conmigo o contra mí. De nuevo, un déficit democrático inaceptable, pues un exponente de la madurez del sistema es la flexibilidad del voto y la adhesión provisional a los programas. El PSOE se equivocó en su tiempo y el PP lleva trazas.

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