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Ha vuelto la crispación

Tras la Constitución de 1978, las relaciones en España entre el Gobierno y la oposición han pasado por momentos muy diferentes, hasta el punto de que no pueda hablarse de un modelo definido de tales relaciones. En las primeras legislaturas pareció imponerse un modelo de consenso, si bien limitado a las leyes que completaban la arquitectura constitucional, aunque ese modelo de relación fue apagándose progresivamente hasta llegar a un periodo de crispación extrema (1993-1996). Recapitulando sobre este periodo no voy a defender un modelo de consenso, que, en cualquier caso, debe quedar reducido a los grandes temas en los que la continuidad de la acción del Estado debe quedar asegurada, con independencia de la formación política que gobierne. En esas materias, Gobierno y oposición deben esforzarse en encontrar líneas de coincidencia en los puntos fundamentales, aún cuando quepan discrepancias en aspectos accesorios. Ahora bien, las limitaciones de la política de consenso no puede significar que la política más conveniente sea la de una confrontación permanente, máxime si se basa en la descalificación sistemática del adversario.

Tras las elecciones de 1996, se abrió un periodo en el que las relaciones entre el nuevo Gobierno del PP y la oposición parecieron pasar por un momento de distensión. Por un lado, la mayoría relativa del Partido Popular limó las aristas más duras de su quehacer político, y por otro, la "dulce derrota" del PSOE hizo creer que el Gobierno iba a regresar pronto a manos socialistas, con lo cual no parecía necesario tensar el debate ni actualizar los mensajes políticos, ni tan siquiera cambiar de portavoces, que eran, en su mayoría, quienes habían desempeñado en el pasado las correspondientes carteras ministeriales. El resultado de las elecciones de marzo de 2000 vino a suponer un nuevo planteamiento de la situación, motivada, por un lado, por la mayoría absoluta del PP, y, por otro, por el agotamiento de una dirección -y consecuentemente, unos planteamientos- marcadamente continuista en el PSOE.

El resultado del congreso socialista en Julio de 2000 produjo una situación en la que pareció que las relaciones entre el Gobierno y la oposición iban a empezar a circular por las sendas de la normalidad. El respeto que en un principio se mostró por parte de Aznar hacia la nueva dirección socialista, y su disposición a pactar -aunque a regañadientes- algunos temas de transcendental importancia como la lucha contra el terrorismo y los problemas de justicia, ofrecían una nueva perspectiva. Vana ilusión. Bastó que el Gobierno comenzara a acumular errores, y la opinión pública a percatarse de ellos, para que la situación política volviera a crisparse, y en honor a la verdad, la responsabilidad de esa crispación corresponde, casi en su totalidad, al Gobierno, o, si se quiere, al Sr. Aznar.

Cabría plantearse el porqué de esa nueva crispación y sobre todo a qué obedece. También podríamos preguntarnos si no existe una percepción, bastante real por cierto, de que se ha producido un cierto cambio de papeles, y que el Gobierno, en lugar de gobernar, se está dedicando a hacer el papel de oposición de la oposición. Pero sobre todo deberíamos plantearnos las consecuencias de esta situación.

No cabe duda que en el Partido Popular se ha producido cierta inquietud por el hecho de que las encuestas empezaban a serles desfavorables. Las consecuencias de la huelga general, la gestión de la crisis del Prestige y la Guerra de Irak han causado un considerable desgaste para un gobierno, y en mi opinión, no tanto por los hechos en sí, sino porque ponían de manifiesto una forma de gobernar con ciertos rasgos que la hacían insoportable para un buen número de ciudadanos.

Los gobiernos soportan con cierta frecuencia huelgas generales, y de su resultado se obtienen consecuencias políticas, pero tratar de descalificar la huelga, como hizo el Gobierno con la del 20-J, para después negar su existencia, y por último terminar retirando las propuestas que habían motivado la protesta, pone de manifiesto a la vez un estilo prepotente y una falta de rumbo. Al fin y al cabo promover una reforma en el seguro de desempleo, que todos los expertos calificaban como anodina, y, además en momentos en los que no existían urgencias financieras producía el enfado de los sindicatos y posteriormente retirar las medidas y contrariando primero a los sindicatos y luego a los empresarios, parece un modelo de actuar pisando todos los callos al mismo tiempo.

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El Prestige tuvo un accidente, posiblemente debido a una legislación internacional no suficientemente rigurosa, y una serie de intereses empresariales preocupados por explotar en beneficio propio las lagunas de esa legislación, pero en cualquier caso la forma de gestionar las consecuencias de ese accidente adoptando decisiones equivocadas, negando o minimizando los daños, y descalificando a quienes exigían responsabilidades, pone también de manifiesto que la intolerancia y la negativa a reconocer los propios errores parecen formar parte del cuerpo doctrinal del Partido Popular.

Finalmente al alinear a España con la tesis belicistas de la Administración Bush, es una opción que se puede compartir o no compartir, pero que en cualquier caso merecería un debate sereno. Descalificar a quien se ha opuesto a esa política, con argumentos, más que peregrinos, pone de nuevo de manifiesto grandes dosis de intolerancia.

Y ésa parece ser la situación actual, situación en la que un porcentaje apreciable de ciudadanos y ciudadanas muestran su desafección hacia las propuestas del Partido Popular, y, en mi opinión, no tanto por las decisiones adoptadas por el Gobierno sino por el talante que ha puesto de manifiesto.

Y ahora en lugar de rectificar, parecen reincidir en ellos. Interpretando erróneamente las causas por las que se ha reducido la diferencia de intención de voto en favor del PSOE, se han lanzado de nuevo a una campaña de descalificación y menosprecio del contrario, como si esa campaña agresiva fuera la causa de la mejora relativa de sus expectativas electorales. Y creo que se equivocan. En mi opinión, la causa de esa relativa mejora hay que buscarla en el hecho de que concluida la guerra, ha emergido un cierto voto a favor del PP que estaba oculto durante la campaña bélica.

Pero, en cualquier caso, se equivocan, porque al tensionar el debate político, pueden producir una huida del voto moderado, o, si se quiere, de centro. Ese al que no le gusta la imagen de la pancarta, pero que, en cualquier caso, rechaza con energía cualquier intento de crispar la vida política. Y en eso tiene razón.

Luis Berenguer es eurodiputado socialista.

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