Frankenstein o el fin de la pedagogía
El filósofo alemán Peter Slörtedijk anuncia, polémico, el fin de la candidez pedagógica. La construcción del ser humano, afirma, se ha venido haciendo mediante dos campos de influencias: las que lo domestican y las que lo desinhiben. Actualmente aquéllas se apagan y éstas se encienden como un fuego canicular. Las instituciones sociales de domesticación han sido tradicionalmente la religión, la familia, la escolarización, la milicia y el trabajo. Esa antigua malla cultural de formación humana ya no es capaz de atrapar a los aprendices en sus redes de acomodación, de identidad y de socialización. La cultura es hoy una mercancía y, consecuentemente, nuestro prestigioso proyecto, ilustrado y burgués, de una fundacional educación humanística es, afirma Slöterdijk, una comprensible debilidad al alcance de algunas minorías excéntricas. Los sistemas educativos serían hoy un contenedor de demandas formativas imposibles o contradictorias. Y sin embargo, constatamos que las estructuras educativas continúan su inercia, como un mandato institucional, instintivo y costoso, en las sociedades posmodernas. Aunque sabemos que los auténticos poderes formativos, eficaces y precoces escuelas paralelas que iluminan y nombran el mundo y sus sombras sin límite alguno, son los medios de comunicación de masas audiovisuales, y sus muy variados productos cognitivos y sentimentales, de una potente capacidad de seducción, de difusión de valores y de inculcación de modelos e identidades. Que 100.000 jóvenes se postulen para la vía rápida hacia el éxito a través de la reincidente Operación Triunfo expresa esa idea con mayor claridad que cualquier compleja disquisición al respecto. Las viejas redes de domesticación tradicional pierden aceleradamente sentido en ese contexto luminoso de continua estimulación mercantil y desinhibidora, mediática y espectacular. El sujeto se asilvestra y se hace insujetable, pues no concibe como posible límite alguno a su libre deseo. El adulto retrocede, temeroso, y rehúye su obligación de señalar límites. El adolescente fijará su identidad con los retales de un supermercado donde todo lo imaginable es real o virtualmente posible. Algunos ilusos aún tratan de recordar que la formación de los humanos es asunto impracticable sin tradición ni autoridad, por decirlo con expresión de Hanna Arendt. Conservadores trasnochados... El diagnóstico de Slöterdijk es ciertamente alarmante, pero avisa de la desnudez de la retórica pedagógica y de su insoportable candidez conceptual. El hedonismo espectacular y divertido -por no referirme al potente nihilismo del ocio literalmente descerebrador- les gana la partida a las incómodas exigencias de los procesos de aprendizaje, prosaicos y gobernados por las molestas rutinas de la reflexividad, del esfuerzo intelectual y de la proyectividad moral. El idealismo educativo reformista muere en las aulas, su auténtico eslabón perdido, a manos de su delirio igualitario, incapaz ya de esconder su función real de movilidad social para clases medias. En la práctica la docencia es estadísticamente imposible, y el viejo corazón del proyecto pedagógico ilustrado deja de latir, y estamos ante un cadáver todavía con un buen aspecto. La reacción más común ante esta denuncia consiste en repetir los mismos mantras pedagógicos, a modo de sortilegio narcisista, o en matar al mensajero. Pero lo que sucede es, lo digamos o no, que las viejas habilidades del sueño educativo ilustrado, como el dominio de la palabra, la capacidad de abstracción y el autocontrol de las conductas, se van perdiendo por falta de uso o, lo que es lo mismo, por un torpe uso escolar formalista, asociado a objetivos curriculares autistas, evaluados mediante rituales clasistas en instituciones autorreferentes y desorientadas. El siglo que iba a ser del niño y de la pedagogía se ha acabado. Probablemente en el nuevo siglo también los dioses cambiarán. Quizá sean el resultado de la unión de dos narraciones históricamente escindidas, biología y tecnología. Un maridaje inquietante cuya fuerza no podemos ni siquiera pensar todavía. Un mundo que Mary Shelley ya nos anunciaba a través de aquel ambiguo personaje hecho de acero y obediencia: Frankenstein.
La docencia es estadísticamente imposible y el viejo corazón del proyecto pedagógico ilustrado deja de latir
Fabricio Caivano es periodista.
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