Supervivencia
Excelente momento, tan bueno como otro cualquiera, para considerar la defensa y amparo de la especie biológica a la que pertenecemos. Animales, vegetales e incluso minerales disponen de valedores que les garantizan la supervivencia. Las que fueron alimañas exterminables, los lobos depredadores, las sanguinarias panteras, las grandes aves carroñeras tienen bien definidos estatutos de salvaguarda y ¡ay del que les toque un pelo, una pluma o un pétalo! Personas, entidades, presupuestos, consideraciones obligatorias resguardan a la mayoría de las criaturas, con la excepción del ser humano. De acuerdo; todo ente vivo tiene derecho a seguir siéndolo. Quizás la ya provecta Brigitte Bardot pase a la historia como auxiliadora de gatos, focas, nutrias y visones, con olvido de su gloriosa época como sex symbol que generaba para Francia más divisas que la exportación del vino de Burdeos. O esa otra veterana revolucionaria, la atractiva Jane Fonda, cuyo mérito, para quienes fuimos sus contemporáneos, fue la admiración que despertaba al cuidar más de su epidermis que del pellejo de los animales perseguidos.
No ocultamos nuestra simpatía hacia ese otro mamífero que se inmola en guerras civiles, de invasión, de conveniencia, tribales, de independencia o de la clase que sean, mueren a chorros o son mutilados por la variedad de ingeniosas bombas y minas, tanto personales como de consecuencia tumultuaria. Hay que convenir, sin embargo, que parecen mejor defendidos el lobo que devora a la oveja, el rinoceronte que atropella al negro o el cernícalo que apresa al conejo o a la cabra, que los seres humanos. Dentro de lo que es la convivencia en las grandes urbes, bueno sería celebrar el solidario uso que se hace de las grandes calles o avenidas, que sirven de lecho, no sólo al tráfico rodado, sino a la profusión de manifestaciones ciudadanas y al desarrollo de las industrias de la pancarta, la pegatina y la banderola. Frente a la indiferencia de otras edades, se multiplica hoy el irresistible derecho a salvar al prójimo, incluso contra sus convicciones. En eso nuestra Villa y Corte es adelantada en el mundo. Si Albacete se honra con ser la patria de la cuchillería, Madrid puede presumir de sede de las más numerosas y consecutivas algarabías populares, lo que vendría a mitigar, en cierta medida, la decepción por no haber logrado la designación olímpica.
Dejemos para ingenios más competentes y sesudos el problema de las guerras, el hambre, el genocidio, la depauperación de pueblos enteros para tratar de los semejantes inmediatos que comparten la convivencia y que son también merecedores de algún tipo de seguridad. Están entre nosotros y la dura ley de la jungla ciudadana va a acabar con ellos, sustituidos por otras especies advenedizas y agresivas que anuncian su extinción. Por ejemplo, un prototipo muy madrileño en trance de extinción: el carterista, que antes birlaba bolsillos y faltriqueras sin violencia y con arte. Le sustituye el zafio delincuente que opera sin la menor delicadeza, incluso con brutalidad e intimidación. El metro de Madrid, del que tan ufanas se muestran las autoridades autonómicas y municipales, parece invadido por gente venida de fuera que actúa con especial brutalidad. Si velamos por la conservación del quebrantahuesos y del zorro ladrón, ocupémonos del habilidoso ratero de finos dedos. Algo habría que hacer al respecto para tutelarles, amén de reforzar las fronteras y aduanas contra el inmisericorde atracador extranjero.
¿Qué ha sido de los afiladores gallegos, peregrinos al revés, que recorrían España a pie, detrás de la rueda, aguzando cuchillos, navajas y tijeras? Quedan pocas castañeras en pueblos y ciudades, que proporcionaban calor a las manos en el crudo invierno. Quizás porque los inviernos ya no son lo que eran. Aún podemos admirar en algunas esquinas el gesto petrificado del mimo con la cara enharinada, aunque ya no le hacen caso ni los niños. Los queridos personajes desaparecen, sustituidos por robustos africanos que alfombran las aceras con el top manta, tan pausadamente perseguidos por los municipales. Incluso escasean aquellos menores que se abalanzaban sobre el parabrisas de los coches, en los semáforos, dispuestos a revolver el polvo con la espuma escasamente limpia del cubo. Poco duraron aquellos filántropos que, en ese mismo lugar, ofrecían un lote de vídeos japoneses. Al desenvolver el paquete resultaban ladrillos primorosamente envueltos. Un buen día, esos especímenes desaparecen de nuestras calles y nadie se acuerda de ellos.
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