Neoapocalípticos y neointegrados
Hace ya mucho tiempo, en plena resaca de la prodigiosa década de 1960, Umberto Eco dividió al mundo cultural en apocalípticos e integrados. Los primeros veían siempre todos los inconvenientes a las cosas del mundo: eran pesimistas, críticos, casi unos cenizos. Los segundos se movían entre la ingenuidad, la voluntad y la esperanza: eran ciegamente optimistas. Esta sopa de ajo intelectual dio mucho de sí durante una época; la batalla entablada entre unos y otros finalizó con la aplastante victoria de los integrados. Los apocalípticos fueron lanzados a las llamas del infierno y ahí estuvieron hasta hace bien poco, con la conciencia y la crítica al pairo.
Hoy los apocalípticos resucitan en pleine beauté, esplendorosa y diabólicamente ambiguos. Las críticas y las protestas europeas contra la fuerza militar norteamericana pueden considerarse apocalípticas: hay pesimismo, hay bronca y descontento. ¿Europa, militante apocalíptica? Por el contrario, George W. Bush, su Gobierno y sus generales aparecen como paladines de una utopía tan optimista como integrista, que ese sería un nuevo peldaño subido en la escalera de los integrados: cuando imponen su verdad, su optimismo, de forma obligatoria crean al fin un apocalipsis real. Los papeles se invierten y se confunden, y hasta José María Aznar, un integrado militante del nuevo integrismo apocalíptico, subraya que España ha de dejar de ser un país "simpático" para ser un país "serio". Los integrados devienen, de facto, neoapocalípticos. La cosa se complica.
El último ensayo de Pascal Bruckner, polémico filósofo y novelista francés, editado en España (Tusquets), Miseria de la prosperidad, es el heraldo anticipado del nuevo apocalipsis: "Es una ingenuidad esperar del siglo venidero una nueva era de paz y fraternidad. Seguirá predominando el chantaje, la intimidación, las amenazas. (...) Ahora, a la desgracia de ser explotado le sucede la fatalidad de no ser ya explotable", escribe en las conclusiones. Lo más interesante y novedoso es que Bruckner dice esas cosas y al mismo tiempo apoya la invasión anglonorteamericana de Irak. Su pesimismo es radical: no hay salvación posible, estamos condenados. La neoapocalipsis, por tanto, lleva un mensaje político diáfano: hagamos lo que hagamos somos impotentes. Hay, pues, que dejar el campo libre a los que mandan, a los fuertes, puede concluir el lector influenciable. Los apocalípticos europeos, pues, quedarían una vez más, tras mensajes como este, como complementos indispensables de los neoapocalípticos norteamericanos. O eso parece.
Que lo neoapocalíptico gana terreno hasta estar conformando un nuevo estilo de vida queda fuera de toda duda. Se configura así un panorama dantesco: "¡Dejad toda esperanza!". El mundo hierve. Hierve de maldad, de malas noticias, de fuerzas desatadas, de intransigencia, de dolor, de venganza, de impotencia. El apocalipsis se apodera, poco a poco, de la lucidez humana: los neoapocalípticos se autorreproducen. En Irak, por ejemplo, resurgen nuevos fundamentalismos como respuesta al apocalipsis de Sadam Husein y al de Bush. La crítica sin esperanza se devora a sí misma: todo es apocalipsis.
Ese es el diseño hasta que alguien -algún maldito europeo- afirma ingenuamente que Otro mundo es posible y el planeta entero pone la oreja a la esperanza: no todos somos fundamentalistas, no todos somos estúpidos, la impotencia es la gran trampa neoapocalíptica. En esta convicción la gente sale a la calle; su protesta es, en realidad, una propuesta: vamos a hacer las cosas de otra forma porque lo que hay no sirve. El think tank de la opinión pública hace un diagnóstico nuevo del futuro: no a la ley de la selva, no al apocalipsis. Los papeles se invierten: el optimismo cambia de bando. Ese es el desafío. ¿Intolerable?
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