Interferencias
La inhibición de los Estados Unidos ante la dictadura del general Francisco Franco defraudó las expectativas de muchos demócratas europeos y en España germinó la semilla del antiamericanismo, que había sembrado mucho antes la guerra de Cuba. Demolido el imperio del III Reich, del que Franco (como José María Aznar ahora con George W. Bush) había sido un aliado elíptico, no quedaba ninguna razón inteligible por la que los líderes del nuevo orden mundial no abordaran la anacrónica situación española y, bajo la tutela de los aliados, restituyesen la soberanía política al pueblo.
La historiografía ha tratado de justificar esa renuncia en el complejo escenario de la guerra fría, en la que el dictador Franco se perfilaba como un mal necesario para que España no cayese en el ámbito de influencia de una URSS a la que ni siquiera había interesado poner toda la carne en el asador de la guerra civil española. Ése había sido también el argumento esgrimido pocos años antes por los militares sediciosos para aplastar a la joven democracia española con la ayuda del nazismo alemán y el fascismo italiano.
Sin embargo, sesenta años después, con un tablero internacional mucho más inestable y envenenado, los Estados Unidos han decidido intervenir militarmente en un país, Irak, que ofrecía muchas menos garantías de reconducción que la España de los años cuarenta. La explosión de ansiedad que se está hinchando en Kerbala con la inquietante coreografía suicida de cabezas abiertas y espaldas picadas, ahonda la duda sobre hasta qué punto no habrá sido peor el remedio que la enfermedad.
Se ha depuesto a un tirano laico para abrir la espita de la inquisición popular de los ayatolás chiíes, lo cual, lejos de confirmar el acierto de no apear al dictador español tras finalizar la Segunda Guerra Mundial, reafirma la ofensa a la memoria democrática española.
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