De Melos a Bagdad
A la memoria de Nicole Loraux
En el año 416 a. C., la diminuta isla de Melos, en el mar Egeo, recibió la amenazadora visita de unos embajadores atenienses. La situación era muy tensa, porque si bien formalmente había paz entonces entre Esparta y Atenas, nadie ignoraba que pronto se reanudaría una guerra que duraba ya quince años y de la que Melos había quedado, hasta ese día, al margen. Melos era inofensiva, pero había sido fundada por espartanos y, además, era una isla, la única del Egeo en la que Atenas no podía confiar, como aliada o como vencida. Los embajadores no dieron más alternativa a los melios que la rendición. Se negaron a hablar sobre la justicia de un ataque preventivo, sin provocación previa, porque, decían, la justicia es, sencillamente, lo que conviene al más fuerte. El diálogo que hoy podemos leer, entre los poderosos atenienses y los melios, el que inventó para la ocasión el ateniense Tucídides, en el libro V de su Historia de la guerra del Peloponeso, tuvo entonces que tratar sobre la conveniencia, no sobre la justicia, sobre las oportunidades de éxito del ataque y sobre el intento desesperado de los melios por convencer a sus agresores de que ellos no eran una amenaza. No lo lograron, pero tampoco quisieron rendirse y aguardaron en vano la quimérica ayuda de una Esparta que no estaba en condiciones de enviarla. Tras un breve asedio, la ciudad capituló, los vencedores degollaron a los hombres y vendieron a las mujeres y a los niños como esclavos.
Ciertamente los atenienses supieron encontrar argumentos con los que justificar su imperio, argumentos mejores que las cínicas y descarnadas palabras que escogió Tucídides, quien ya sabía que, al final, Atenas sufriría, ella también, la humillación de la derrota y tendría que someterse a la ley impuesta por la fuerza espartana. Otros, después de Tucídides, optaron por la defensa, en vez de la denuncia, hurgando en las tripas de la palabra justicia para encontrar nuevos significados. La rápida y aplastante victoria de Alejandro Magno sobre el imponente imperio persa, que se derrumbó como un castillo de naipes, abría nuevas perspectivas para los griegos, que algunos se mostraron dispuestos a aprovechar. Aristóteles lo dijo con toda la claridad de que era capaz: dominar a quienes son moralmente inferiores, a quienes no están capacitados para gobernarse a sí mismos, no plantea reparos éticos y esto vale tanto para ciertas personas, que pueden ser legítimamente esclavizadas, como para ciertos pueblos, servidos en el plato del conquistador. A la pregunta de quiénes son esas naciones o quiénes esos seres humanos nacidos para la esclavitud, la respuesta es estremecedoramente simple: los bárbaros, esto es, quienes no fueran griegos. El griego, animal de la polis, necesita explotar el trabajo de otros hombres, meros productores, con el fin de que algunos vivan la vida excelente, la vida de perfección ética y de estudio que es la más deseable. Eso es justo por naturaleza.
La influencia que ejerció Aristóteles en el pensamiento occidental, a partir del siglo XIII, fue enorme y, algunas veces, perjudicial. Nunca tanto como en el feroz conflicto de intereses que estalló a partir del momento en que se promulgaron las leyes de Indias (1542): los encomenderos pusieron todo su empeño en lograr su abolición o, al menos, que no se aplicasen de manera estricta, porque necesitaban tener las manos libres para beneficiarse del trabajo de los indios. Los argumentos que se utilizaron fueron esencialmente teológicos y filosóficos, y en esa batalla desempeñó un papel principal Juan Ginés de Sepúlveda (1490-1573), humanista cordobés que había pasado veinte años en Italia y estudiado muy a fondo las obras del estagirita, algunas de las cuales tradujo al latín. Utilizó a Aristóteles como principal autoridad para defender la práctica de la encomienda, por la que los indios americanos eran sometidos a una verdadera esclavitud con el pretexto de evangelizarlos. Sepúlveda reconocía que la conversión a la verdadera fe no podía obligarse, pero pensaba que los indios, una vez sujetos, se convertirían espontáneamente, con mucha mayor facilidad que si se les dejaba libres. Sepúlveda escribió Demócrates segundo (1545), un diálogo también, pero de muy diferente intención al de los melios. En él afirmaba que en "esos hombrecillos... apenas puede encontrarse rastros de humanidad", que son esclavos por naturaleza y que, por tanto, la guerra que se haga para sojuzgarlos será justa, según la opinión de los eminentes filósofos, esto es, Aristóteles. Para entonces, en las universidades de Alcalá y de Salamanca ya se habían impuesto las ideas de Francisco de Vitoria, contrarias a la esclavización de los indios, y Sepúlveda no obtuvo licencia para publicar su libro. Sólo tras muchos esfuerzos logró publicar (en Roma, en 1550) la Apología o defensa de su diálogo inédito. Las ideas son las mismas. Por sus bárbaras costumbres, su canibalismo y su incapacidad para gobernarse, los indios han de someterse y la guerra que se haga con este fin "será justa por derecho natural, como lo afirma Aristóteles, en el primer libro de la Política, capítulos 3 y 5". Esta Apología la utilizó Bartolomé de las Casas para refutar, punto por punto, los argumentos de Sepúlveda ante la crucial junta de juristas y teólogos que se reunió en Valladolid (1550-1551), por orden del Emperador.
Siento una prevención instintiva contra lo ostentóreo, porque sospecho que quienes desordenan las sílabas, y alteran las palabras pueden equivocarse con igual facilidad en cuestiones mucho más dañinas. Al hombre que confunde inflación con devaluación le ha de resultar imposible distinguir lo justo de lo conveniente. "Vamos a llevar la libertad al pueblo iraquí", lo cual, como la evangelización, sólo podrá lograrse bajo la tutela del conquistador. "Estados Unidos prevalecerá porque somos una gran nación": de nuevo confundiendo, como tantos otros antes que él, la grandeza con el tamaño. Y en el otro extremo del eje angloamericano, Tony Blair, el Chamberlain de nuestro tiempo, dispuesto a plegarse a las crecientes exigencias de la superpotencia, incluida la de invadir un miserable país, severamente castigado ya en la guerra del Golfo, que ha venido sufriendo severísimas restricciones, y vigilado permanentemente por los aviones que sobrevuelan las zonas de exclusión. No sé qué es lo que los mueve: codicia, deseo de poder, ambición, prepotencia, o esa necesidad, tan ciceroniana, de que el breve periodo en que uno gobierna quede marcado para siempre en la memoria de quienes lo vivieron, y a través de ellos, en el recuerdo de la posteridad. Hambre de fama, aun si es infame. Sé bien que no los mueve nuestra seguridad, porque la comisión de desarme de la ONU permanece paralizada desde 1999, más de tres años ya, bloqueada entre otros motivos porque no ha logrado establecer la prohibición del uso de armas nucleares contra países que no las tienen. España, por ejemplo. Sé también que el pueblo iraquí, cuya libertad tanto requieren, les trae al pairo. No les importaba cuando abastecían al dictador sanguinario de armas químicas para su guerra contra Irán ni tampoco luego, cuando las empleó para asesinar a cinco mil kurdos. Las terribles sanciones que impuso la ONU durante años y que hicieron desaparecer los medicamentos de los hospitales son una muestra de la enorme sensibilidad humanitaria que les embarga. La eficacia con que protegieron los pozos de petróleo mientras se olvidaban de los hospitales, del Museo Nacional de Bagdad o del abastecimiento de agua revela su orden de prioridades. Por decirlo de una sola vez, la vida, la libertad y la seguridad del pueblo iraquí les importan lo mismo que la vida, la libertad y la seguridad del pueblo palestino, es decir, nada.
Estados Unidos no debe ser fiscal, juez y verdugo de nadie, ni siquiera en nombre de la democracia, ésa, también imperfecta, que inventaron los atenienses, igualmente capaces de pasar por alto lo que separa a lo justo de lo conveniente.
Pedro López Barja de Quiroga es profesor titular de Historia Antigua en la Universidad de Santiago de Compostela
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