La silla de la discordia
Conflicto vecinal al instalar una madre, sin permiso, un elevador eléctrico para su hija discapacitada en una escalera estrecha
Jessica, Roberto y Teresa son vecinos del número 285 de la calle de Sardenya de Barcelona, un edificio de cinco plantas, estrecho y sin ascensor como tantos otros del Eixample. Son también los protagonistas de una polémica que tiene revolucionado al vecindario. Jessica García tiene 16 años, es discapacitada física y vive en el cuarto piso. Hace dos años su madre, Palmira Iniesta, trabajadora doméstica, de 39 años, cansada de subir a la niña en brazos, decidió instalar por su cuenta una silla automática para discapacitados en la escalera. Hizo la obra con el consentimiento de la mayoría de los vecinos, pero sin permiso del Ayuntamiento, ya que la escalera tiene sólo 70 centímetros de ancho. La instalación le costó 27.000 euros, una parte de los cuales la sufragó una subvención de Bienestar Social.
Los vecinos creen que es más importante la movilidad de Jessica que las molestias que causa
Roberto Martínez y Teresa Claverol rondan los 50 años y son el matrimonio que vive en el principal. En su día no dieron su consentimiento a la instalación de la silla porque consideraban que la mejor alternativa era poner ascensor, opción poco viable puesto que había que instalarlo en el patio de luces y antes la comunidad tenía que comprar una parte del local comercial de los bajos. La guía metálica por la que se desplaza la silla a lo largo de la escalera resta espacio a los vecinos para subir y bajar, algo que molesta especialmente a Roberto Martínez, quien explica que trabaja como representante y viaja con maletas de hasta 50 kilos.
Tras dos años de oponerse a la instalación sin resultado, Roberto Martínez ha demandado a la madre de Jessica para que la silla y su estructura sean desmontadas. "Me compré el piso porque había pocas escaleras y esto me permitía subir y bajar cómodamente. Además, la obra se hizo sin permiso y sería un peligro si tuvieran que entrar servicios de emergencia", argumenta, y explica que la estructura ha devaluado su piso. "Los derechos de la niña acaban cuando interfieren en los de los demás", concluye.
La demanda ha soliviantado a muchos vecinos de la calle, que consideran que pesa más la movilidad de Jessica que las molestias que sufre el demandante. Las muestras de apoyo de los vecinos a Palmira Iniesta son visibles cuando sale a la calle. Le preguntan cómo está, cómo van los ánimos, y critican a la familia Martínez "por su falta de humanidad", en palabras del quiosquero de la esquina. "Puede que la silla moleste, pero lo importante es que la niña pueda ir al colegio y no tenga que quedarse encerrada", dice la propietaria de una peluquería próxima. Palmira Iniesta pone cara de circunstancias y se resigna: "Bastante tenemos con lo que tenemos para que Roberto Martínez nos quiera desmontar la silla".
La polémica ha llegado hasta algunos balcones cercanos, donde además de las sábanas blancas contra la guerra cuelgan pancartas con textos como éstos: "Roberto, no te queremos como vecino" y "Roberto y Teresa quieren recluir a Jessica en su casa". Mientras, Palmira Iniesta ha colgado en el suyo otra que reza: "Gracias a todos por vuestro apoyo". Además, un grupo de unos treinta vecinos se manifiesta bajo el balcón de los Martínez todos los miércoles tocando pitos y golpeando cazuelas.
Los servicios sociales del Ayuntamiento tienen conocimiento del caso y han tratado de mediar entre las partes. Saben que la instalación es ilegal porque se hizo sin licencia, pero "no se ha actuado de forma beligerante ante el caso porque todos somos personas", afirma el portavoz. El caso se dirimirá en los tribunales cuando a Palmira Iniesta le asignen un abogado de oficio.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.