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Columna
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Viajar

El francés Georges Pérec, que escribió un libro sabio y divertido titulado La vida, instrucciones de uso, decía que la existencia, sobre poco más o menos, consiste en "pasar de un espacio a otro haciendo lo posible para no golpearse". Mientras releo a Pérec en el silencio de la ciudad vacía, imagino a esos miles de automovilistas (o a un arquetípico automovilista de sexo indefinido al volante de una nada platónica berlina) arrostrando infinitas retenciones o haciendo frente a sobrecogedores adelantamientos en cambios de rasante sin visibilidad coronados por un toro de Osborne. Imagino su prisa por llegar a ese espacio diferente, a esa ciudad distinta en la que se promete ser feliz con los suyos, solo o en compañía de otros.

Hay aún mucho Bruce Chatwin disfrazado de Coronel Tapioca y mucho mercachifle de la falsa aventura

Para la mayoría vivir es, en efecto, lo que decía Perec: pasar de un lugar a otro procurando no romperse la crisma en el trayecto. El viaje, sin embargo, entraña riesgos ciertos. Este año, como todos, algunos conductores no lograrán pasar de un lado a otro sin golpearse o golpear a terceros. Algunos pasarán al otro lado, a esa ciudad en medio de ninguna parte donde no ser, como dice Fernando Aramburu, no duele. Es el precio del viaje. Es la vida. Y lo más parecido a la muerte, por contra, debe ser no viajar, quedarse en casa mientras tus compañeros de oficina, tu vecino del quinto, el dueño de la tasca de la esquina y la cajera del supermercado transitan por tierra, mar y aire detrás de sus maletas. Explicarles que el viaje interior es el que de verdad logrará transformarnos no parece tarea sencilla. Entre leer los diarios de Jiménez Lozano y embarcarte en un viaje en autobús a Torrevieja, la opción no tiene duda: te pasarán más cosas viajando a Torrevieja, pero mientras te enchufan el consabido vídeo de Lauren Films, puedes leer a Jiménez Lozano.

El viaje, afortunadamente, se ha convertido a estas alturas en objeto de consumo. Nada tan antidemocrático y, hasta si nos apuran, tan obsceno, como el Grand tour romántico y otras exquisiteces nómadas. Hay aún mucho Bruce Chatwin disfrazado de Coronel Tapioca, mucho impostor del viaje y mucho mercachifle de la falsa aventura. Me quedo con el turista atribulado que compra -o cree comprar por unos cuantos euros- un poco de la vida que le quitan durante todo el año.

Me quedo con el viajero sin pretensiones, que en el fondo no es más que un fugitivo, un prófugo de la rutina y la grisalla, un pequeño evasor de existencia que, al final, casi siempre, no consigue pasar su mercancía. Pero esa es otra historia. Aquello de que conviene a los felices quedarse en casa no parece que sea un mal consejo. Hay demasiada literatura sospechosa alrededor del viaje y demasiada agencia espiritual promocionando vuelos charter al séptimo cielo. No creo demasiado en las virtudes terapéuticas del viaje. Y todavía menos en las políticas. Eso de que el nacionalismo se cura viajando no se lo puede creer nadie sensato que consulte las agendas de Aznar, Ibarretxe o Pujol. Y además, si fuera cierto que el viajar ilustra y enriquece, los revisores de billetes serían las personas más sabias del mundo.

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