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Columna
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Expropiación y espinas

A las puertas de la antigua ciudad amurallada llega un mercader, con la intención de aprovisionarse de sedas labradas y lujosos tisús. Junto a la entrada se encuentra con una mendiga que le pide dos monedas. Al mercader le extraña esa petición tan precisa, pero algo en los ojos de esa mujer le conmueve y no sólo accede sino que añade una tercera moneda a su dádiva. La mendiga no acepta. "Con dos será suficiente", le dice, anunciándole además que su visita a la ciudad será fructífera. Lo es. Al cabo de unos días el mercader ha completado un magnífico cargamento de tejidos preciosos. Pero hay algo en lo que no ha podido dejar de pensar. Por eso, al cruzar de nuevo la muralla, busca a la mendiga. "¿Por qué tenían que ser dos monedas y no una o tres?", le pregunta. Ella responde: "La primera moneda la necesito para comprar pan y poder así seguir viviendo. La segunda, para comprar una rosa y así tener ganas de comer el pan y seguir viviendo".

Los nuevos mercaderes han entrado en la ciudad antigua. Tan antigua, que es la cuna y el ejemplo de la escritura, los códigos, la agricultura, o el concepto mismo de ciudad. No han entrado como el mercader del cuento, sino a lomos de tanques blindados y sin curiosidad. Tampoco han dado nada. Se han limitado a asegurarse el cargamento -el petróleo que es la negación misma de la seda, el fundamento de todo lo sintético- y a protagonizar o a consentir la destrucción del resto, de lo irrecuperable, de lo insustituible. Hemos visto en directo el incendio de la Biblioteca de Bagdad, el saqueo de su Museo Arqueológico que es, era, uno de los más importantes del mundo -Ur, Babel, Mesopotamia o Babilonia significan Irak- ante la indiferencia del ejército de ocupación. O tal vez sea complicidad y/o desprecio. Porque los pozos petrolíferos están asegurados desde el primer momento, protegidos, blindados; y sin embargo a nadie se le ocurrió aparcar un tanque delante de la puerta de estos edificios emblemáticos no ya de la cultura iraquí sino del mundo. Una simple maniobra de estacionamiento hubiera bastado como signo y símbolo y garantía. Pero los mercaderas ya no piensan en las rosas verdaderas. Son otros tiempos.

En cualquier lugar son otros tiempos. Y dejo Bagdad. Cambio el escenario de un expolio por el de otro que también difunde en directo la televisión. Ejemplos hay muchos, pero elijo por cercano el siguiente: se trata de un concurso para jóvenes que emite, entre semana y a mediodía, la segunda cadena de ETB, y que me tiene impresionada. Es uno de esos juegos en que se cambian respuestas por puntos, es decir, por dinero, y en el que se supone que los participantes desean ganar. He dicho impresionada, pero es desolación lo que siento cada vez -al azar, cualquier día- que contemplo la ausencia de información, de conocimientos -varios, básicos y multidisciplinares- del concursante-tipo. Desolación he dicho, pero también es indignación e incluso miedo. Como frente a un paisaje talado, o un museo vacío, o una hoguera de libros.

Siento lo mismo que al contemplar el saqueo de Bagdad. Porque estoy convencida de que es lo mismo. Durante años equivocada, inadvertida o premeditadamente a estos jóvenes se les ha ido privando de lo suyo, de los emblemas del conocimiento universal; de las claves de acceso a la mayoría de los bienes culturales que son patrimonio de la humanidad. Durante años -¿por decisión de quién?, ya que el fenómeno está globalizado- estos jóvenes han sido victimas de una expropiación.

Los anaqueles y las vitrinas y los archivos están rebosantes de fórmulas, de ideas, de texturas, de versos, de paisajes, de formas, de argumentos, de rosas que las nuevas generaciones no han podido no ya conocer, ni siquiera rozar, intuir, es decir, desear. De caminos, de opciones, que no podrán por tanto ni imaginar ni preferir. Ese es el mundo hoy. El mundo que se impone, como un tanque. Indiferente, arrogante, ignorante de las rosas de Bagdad. De las rosas tout court. Un mundo de flores sucedáneas, y sin embargo, idénticas espinas.

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