La guerra de Aznar
Cuando algunos dicen que la guerra ya ha concluido en su manifestación más sangrienta, se olvida premeditadamente el proceso que queda abierto en Irak a apartir de estos momentos. Tal parece ser el sentido de los mensajes que nos envía el Gobierno últimamente para hacer, como siempre, un uso puramente político y mediático de la guerra y sus implicaciones en la complicada situación política española. Parece que el Derecho Internacional de poco nos sirve; o algunos no quieren que sirva. El derecho vuelve a ser en este contexto una pura herramienta de chantaje político para oscuros e inconfesables fines, que han dejado a la vista las carencias de la ONU, cuyo sistema vigente sigue rigiéndose curiosamente por el mismo que naciera para gestionar la situación internacional después de la segunda guerra mundial.
En la misma línea, también el proceso de construcción constitucional europea ha sufrido un duro revés de manos de José María Aznar. El que otrora pretendiera ser firme defensor de la UE y de sus valores democráticos, sociales y culturales, no ha dudado un minuto en alinearse con el mayor paladín de la regresión ética y democrática en Occidente. Éste no es otro que el Presidente de los Estados Unidos. Entre sus perlas más conocidas figuran situaciones como la no ratificación de la jurisdicción del Tribunal Penal Internacional, la pena de muerte en diversos de sus Estados o las endémicas violaciones de los derechos humanos en Guantánamo, así como otras lindezas internacionales sistemáticamente lideradas por el Gobierno de los EE UU, particularmente activo y firme en la violación de los derechos fundamentales de los ciudadanos.
Pero la guerra de Aznar no está ya en Irak sino dentro de España. Ahora se trata de convencernos a todos de que la guerra ha sido corta, inevitable y fruto de un ejercicio de responsabilidad institucional. En estas consideraciones la cultura y el talante democráticos de Aznar quedan seriamente tocados. No sólo por subvertir el papel ordinario que el Derecho Internacional otorga a la ONU; ni siquiera por la mencionada ruptura que ha introducido en la Unión Europea; tampoco por las esperpénticas apariciones de la ministra de Asuntos Exteriores, aturullada en la deriva de sus inescrutables explicaciones diplomáticas. Se trata lisa y llanamente de la ética y la cultura democrática.
La ética, como valor y principio que ha distinguido a Europa de los Estados Unidos en nuestra apuesta por los derechos fundamentales, la protección social y la solidaridad. La ética como forma de entender esa Europa que Aznar ha cuestionado sin ningún escrúpulo ni altura de miras hacia el futuro. La cultura democrática como forma de entender la política y la acción de gobierno al servicio de los ciudadanos. Justamente esa cultura que Aznar ha obviado para ubicar a los ciudadanos como entes serviciales y utilizados políticamente por el propio Gobierno. Evidentemente, un Gobierno que no sirve a sus ciudadanos deja de ser democrático. Un Gobierno que hurta la soberanía al pueblo es una cosa bien distinta, como ya denunciara Rousseau en su Contrato social nada menos que en 1762.
Aznar sólo cree en su mayoría absoluta, pues en el resto es un gobernante solo y aislado tanto de la realidad como de sus ciudadanos.
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