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Tribuna:Aproximaciones
Tribuna
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Borges y el principiante

MI AMIGA Jeanne Boutade -seudónimo de Estela Carriego- solía repetir mucho esta frase: "Ningún hombre sabe quién es, ningún hombre es alguien". La frase la atribuía al refranero francés. Pero un día yo, leyendo a Borges -había empezado a leerlo, un descubrimiento inolvidable-, vi que la famosa frase era de Macedonio Fernández. Lo más probable era que Boutade la hubiera escuchado a alguno de sus amigos argentinos y luego hubiera olvidado de dónde había salido realmente la frase. ¿Sabía ella quién era Macedonio? Seguramente sólo le sonaba el nombre. A mí me pasaba algo parecido. Sobre Borges, en cambio, los dos cada día sabíamos más, sobre todo yo, que no paraba de hallar ideas en sus textos. El asombroso y creativo parasitismo de Pierre Menard, con su réplica exacta pero distinta del Quijote. El memorioso Funes, las hábiles falsificaciones de obras de arte, el ser en otros (que diría Pessoa), la creencia de que "tal vez todos sabemos profundamente que somos inmortales", el Aleph y la sospecha de que la poesía puede que sea el nombre esquivo del mundo. Si hasta entonces yo había visto fotografías de personas o de lugares que en algunas ocasiones acababa viendo de verdad, ese cuento de Borges sobre un aleph significó un avance en mi visión del mundo: no sólo se podían ver de verdad ciertas personas o lugares, sino que además existía la posibilidad -llamémoslo el asombro- de ver más.

No paraba de hallar ideas en mi recién descubierto Borges, y así, en una crítica de cine que él en 1941 había escrito sobre Ciudadano Kane, encontré unas frases que me ayudaron a descubrir un nuevo punto débil de mí tan admirado en aquel entonces Ernest Hemingway. Decía Borges que en la película de Welles había por lo menos dos argumentos y que uno de ellos era de una imbecilidad casi banal, pues hablaba de que un millonario acumulaba estatuas, huertos, palacios, piletas de natación, vehículos, bibliotecas, hombres y mujeres, y acababa descubriendo que todas sus colecciones no eran más que vanidad de vanidades y, al verse situado en el umbral de la muerte, anhelaba un solo objeto del Universo: el pobre trineo con el que jugaba cuando era un niño pobre y feliz.

Como había empezado a leer el mundo midiéndolo por el rasero de Borges, me resultó imposible no mirar compasivamente a Hemingway, que había tenido una vida apasionante, había ganado el Nobel y le había adorado o envidiado media humanidad y, sin embargo, al final de sus días, con la misma imbecilidad casi banal del ciudadano Kane, había escrito en París era una fiesta que sentía nostalgia de sus días de juventud en París, de los días en que había sido pobre pero muy feliz. Y ya sólo le faltó decir que añoraba un trineo.

No paraba de hallar ideas sobre Borges y también en quienes comentaban su obra. Ideas en Julio Ortega, por ejemplo, que decía que la poética de este escritor se caracterizaba por un doble movimiento: remitía a una tradición, porque el mundo moderno aparecía como lugar de pérdida y deterioro, y a la vez remitía a la noción de cambio literario, porque la literatura afirma el valor de lo nuevo. Borges reescribía lo viejo, entendió perfectamente el principiante que yo era. Iba de Miguel de Cervantes a Pierre Menard, por ejemplo. Me pareció intuir que Borges había inventado la posibilidad de que nosotros los modernos podamos, en rara vecindad con lo genuinamente literario, practicar también el ejercicio de las letras, es decir, que podamos nada menos que seguir escribiendo. Hoy comparto con Alejandro Rossi el deseo de que en el futuro los lectores se acerquen a Borges como lo hicimos nosotros: con la certidumbre de que estábamos frente a la excepción: "Que también para ellos su obra sea, a la vez, mágica y precisa. Tal vez descubran a un Borges aún mayor que el nuestro".

En esos días, como no paraba de hallar ideas en Borges, no tardé en verle de nuevo asociado con Orson Welles la noche en que fui con Jeanne Boutade a ver F for Fake, esa película donde, a partir de entrevistas con el falsificador de cuadros Elmir de Hory y con Clifford Irving (autor de una biografía apócrifa de Howard Hughes), se jugaba con las nociones de verdad y mentira aplicadas al arte. Los temas de la película me parecieron borgesianos: la falsificación y la lábil frontera entre realidad y ficción, por ejemplo. La película me descubrió tramas, fraudes y laberintos sobre los que podía escribir si continuaba proponiéndome ser escritor. F for Fake hizo que aumentara mi pasión por los libros apócrifos, por las reseñas de libros falsos, por el mundo de los grandes impostores, por el de los hombres que se hacen pasar por otro, por el de hombres que son alguien y por el de los que no son nadie. La influencia, la sombra de aquella película iba a ser larga, iba a cambiar los pasos del principiante que yo era. Ya empezó a influir en el momento mismo en que salí a la calle y mi amiga Boutade me comentó entusiasmada: "Te lo dije. Ningún hombre sabe quién es, ningún hombre es alguien. Ni Epiménides lo sabía". Le pregunté si Epiménides era su novio. Rió, negó con la cabeza. "Es un sabio antiguo", dijo, y luego citó las palabras por las que había pasado a la historia: "La frase que sigue es falsa. La frase que la precede es verdadera". Yo volví aquella noche a casa convertido en el hombre que no sabía quién era. Y poco después, tras leer El sur, de Borges, imité en lo que estaba escribiendo a los personajes de la película de Welles y, citando sin citar a Borges, escribí sobre un cuchillero que iba dejando su fuerza en su arma y al final era el arma la que tenía vida propia y era el arma la que mataba, no el brazo que la manejaba. Fue la primera vez que, sin citarlo pero con voluntad de acero, cité a un hombre llamado Borges, fui en otro (que diría Pessoa), cité a un hombre que era alguien, fui un hombre que no era nadie.

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