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Columna
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Por la senda de la discordia

Veníamos de la reconciliación, escarmentados de la Guerra Civil. La derecha aprendió de la inminencia geográfica del salazarismo derrocado por los militares del 25 de abril. Por una vez jugó a la anticipación de la reforma, aunque los recalcitrantes prefirieran encerrarse en el búnker franquista, para no ser la pagana de la ruptura. El rey don Juan Carlos tenía bien aprendido que en España resultaría inviable una monarquía alauita como la diseñada por las Leyes Fundamentales y sólo quiso ser un rey con muchos menos poderes, pero reconocido por todos los españoles. Nada de atado y bien atado bajo la guardia fiel de nuestro Ejército, según el legado de Franco sino con el amor de su pueblo. Adolfo Suárez no tenía pizarra como la pretendida por Alfonso Guerra en Suresnnes ni como la exhibida por el sobrino en las falsas memorias de Torcuato Fernández Miranda, pero le sobraba instinto de chusquero de la política.

Con la UCD a cuestas, Adolfo Suárez supo siempre que era preciso idear un juego atractivo en el que todos se animaran a pedir cartas para no terminar haciéndose trampas en interminables solitarios. Tuvo claro que los sentimientos en absoluto pueden cambiarse con decretos del BOE. Bordaba la escena del sofá. Todos salían de hablar con él convencidos de que esa conversación era lo más importante que le había sucedido al presidente del Gobierno. Trató de sumar a favor de la España en construcción, convencido de que lo importante es que los demás se salgan con la nuestra. Fue en gran medida otro promotor de la concordia. Con todos sus errores prefirió la continuidad de la partida antes que fiarlo todo a los trucos de tahúr para perpetuarse como ganador. Entre tanto, las fuerzas de la oposición democrática abdicaron del maximalismo al que hubieran podido impulsarles tantos agravios padecidos en aras del entendimiento. Y así recuperamos las libertades cívicas y establecimos la democracia con una Constitución que desde entonces a todos nos ampara.

Nada fue fácil. El terrorismo y el golpismo pugnaban por volver a las andadas, pero habíamos descubierto el diálogo y ese era el discurso del método y el método del diálogo prejuzgaba los resultados. Gobernó después el Partido Socialista. La izquierda acampaba dentro del sistema en lugar de extramuros y el sistema se consolidaba. Por encima de las ensoñaciones primaron los intereses del país y se antepusieron los consensos. España pudo adherirse a la UE y permaneció en la Alianza Atlántica. Se generalizó la Seguridad Social, se emprendieron importantes modernizaciones, fuimos activos en la UE, por primera vez después de tanta intimidad con las dictaduras militaristas, exportamos buenos ejemplos a los países de Iberoamérica donde se asentaron nuestras inversiones. Por fin comenzó la colaboración francesa en la erradicación de la violencia terrorista. Tuvimos los Juegos Olímpicos de Barcelona, la Exposición Universal de Sevilla y el AVE. Recuperábamos el orgullo de ser españoles. Empezábamos a ser una valiosa referencia internacional.

En la oposición cundían síntomas de impaciencia y se optó por utilizar a tope algunos errores de gran calibre cometidos por el Gobierno socialista en el ámbito de la corrupción económica y de la lucha antiterrorista. Algún arrepentido momentáneo como Anson reconoció después que para desalojar a Felipe González se llegó a poner en peligro la estabilidad del Estado. Las primeras declaraciones de los recién llegados del PP insistían en la necesidad de pasar página para recuperar la concordia, pero con frecuencia se incurría en la tentación de seguir pasando las páginas hacia atrás. El Gobierno en minoría guardaba moderaciones, pero en 2000 la nueva aritmética parlamentaria mostró dónde situaban los aznaristas el punto culminante de su victoria tiznada de rencores y complejos. Quisieron apoderarse en exclusiva de todas las causas, ya fuera la bandera nacional, la unidad de España o la política exterior con el resultado de que los demás se sintieran fuera. Así hemos entrado con paso decidido por la senda de la discordia. El tono, el talante, el ademán, las palabras de Aznar tienen la virtualidad de invalidar todo aquello por lo que apuestan y dejan un panorama desolado de desavenencia cívica, que impide el progreso. Pero, cuidado, tampoco ahora contra Aznar es aceptable la proclama cainita del vale todo.

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