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Reportaje:VEINTE DÍAS EN BAGDAD

El día que llegaron los americanos

Francisco Peregil

Vivir una guerra es una experiencia sin retorno. El miedo, la ansiedad, la ilusión de asistir en directo a un acontecimiento histórico se confunden en un sentimiento difícil de narrar. Tal vez logre explicarlo si consigo expresar lo que viví el día en que los americanos llegaron a Bagdad, colgaron una soga del cuello de la estatua de Sadam y derribaron el símbolo de un régimen que tanto amaba los símbolos. El día antes, un tanque estadounidense mató al compañero de Tele 5 José Couso. Ni siquiera habíamos tenido tiempo de digerir la muerte de nuestro colega de El Mundo Julio Anguita Parrado, ocurrida horas antes. Y aún no sabíamos cómo podríamos sacar de aquí el cuerpo de José para hacérselo llegar a sus familiares. La ciudad amaneció ese miércoles sin nadie que la gobernara. Ni sheriff, ni alcalde, ni milicianos, ni marines.

Describir es mucho más difícil que opinar, decía el escritor y periodista Josep Pla. Y es verdad. Es mucho más difícil. Pero más gratificante. Y puede que más efectivo
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Desde las redacciones se nos pedía por favor que no saliéramos del hotel, que esperásemos a que se aclarase la situación. Pero la noticia estaba ahí. Ahí. Demasiado cerca para obviarla. No había guías oficiales. No había nadie que pudiese proteger con garantías a nadie. Y sin embargo, muchos periodistas salieron a ver qué pasaba en las calles. Compañeros de la televisión portuguesa llegaron al hotel Palestina diciendo que una horda de cuarenta vándalos les habían robado los documentos, 30.000 dólares, les habían golpeado, y habían intentado matarlos.

Barreras de neumáticos

Abundaban las barreras de neumáticos en muchas calles. En alguna esquina, un miliciano aislado aguantaba en su puesto con un bazuca. En otra avenida, algunos civiles armados se guarecían tras unos portales para protegerse de los tiros. Y mientras tanto, como si se tratara de un sueño, cinco críos limpiabotas charlaban sentados en medio de una calle desierta. Disparos por las esquinas y gente que conversaba en las puertas de sus pequeñas tiendas como si se tratara de un día normal.

Pero no había nada normal en Bagdad. Un país esencial en la política de Oriente Próximo estaba cambiando de régimen. Y se rumoreaba que los americanos estaban en algún punto de la ciudad. Salí con varios compañeros en busca de ellos, pero no los encontramos y consideramos que era demasiado arriesgado continuar la búsqueda. Al llegar al hotel Palestina, Antonio Vaquero, compañero de El Periódico de Catalunya; Jon Sistiaga, de Tele 5, y otro colega hispano se disponían a salir también para buscarlos. Subí con ellos al coche. Y a los cinco minutos nos dijeron que estaban allá al fondo, pero que se podía ir con coche. Al fondo, efectivamente, se veían los tanques. Allí, a sólo cinco kilómetros del Palestina. Después de 20 días hablando de los estadounidenses, sintiendo sus bombas y el sonido de sus aviones, ahora los teníamos allí. Alguien de otro vehículo nos prestó pañuelos de papel. Cada uno de los cuatro con su pañuelo alzado en la mano derecha nos fuimos acercando hacia ellos. Un tanque giraba su cañón en función de nuestros movimientos, siempre apuntándonos.

Las manos alzadas y blandiendo los papeles nos fuimos acercando hacia ellos. "Con esto del pañuelo nos parecemos un poco a Locomía ", comentó uno de nosotros.

Conforme nos fuimos acercando comprobamos que había otros compañeros españoles. Y allí estaban, los marines con sus pedazos de tanques, de cañones, de carros blindados. Con sus mochilas, sus sogas, sus puñales en la espinilla. Y a partir de ese momento empieza a desvelarse el truco; la razón de la sinrazón; el motivo por el que llevaba 20 noches bajo las bombas, recluido en el hotel cuando caía la tarde hasta la mañana siguiente pensando, cada vez que me acostaba: "A ver si no toca hoy aquí, hombre", sobresaltándome cada vez que el edificio bailaba bajo mis pies, conjeturando cuál sería el lugar más seguro para alojarnos en caso de guerra de guerrillas, en caso de saqueo.

Y ahí, cuando llegaron los americanos a cinco o seis kilómetros del hotel Palestina, mirando cada balcón, cada alcantarilla, como si de ellos fuera a salir un suicida, ahí estaba el truco.

Al primer marine que encontré le pregunté que cuál había sido la experiencia más dura desde que salió de Kuwait 20 días atrás. Y contestó: "Ver a tantos civiles muertos. Yo no sé quién los mató. Pero he visto demasiados".

De pronto, poder entrevistar a la gente que le salía al paso... comprobar que había ancianos que los saludaban con alborozo porque decían que por fin se acabaron los 30 años bajo un régimen criminal. Comprobar eso, pero también hablar con mujeres y hombres que decían: "Esta gente no tiene que darnos lecciones de democracia ni de libertad. Han entrado con sangre, que se vayan ya". Y otros que decían: "Vale, ya han echado a Husein. Muy bien. Ahora que se vayan ellos. Pero no se irán, querrán financiar los gastos de la guerra con nuestro petróleo".

Hablar con toda esa gente, seguir a los marines hasta la plaza del Paraíso y ver cómo colgaban la soga al cuello de una estatua en medio de una multitud que no era una multitud, sino apenas cien personas, cien personas en una ciudad de cinco millones de habitantes. Vale, todo eso lo estaban viendo millones de personas por la tele en todo el mundo. Ver cómo se ensañaban con la estatua, con más aire de fiesta que de ira. Y contarlo. Describir es mucho más difícil que opinar, decía el escritor y periodista Josep Pla. Y es verdad. Es mucho más difícil. Pero más gratificante. Y puede que más efectivo.

Por describir cómo el pequeño Alí Smain a sus 12 años se quedó sin brazos, sin padres, sin madre, sin hermanos y con el pecho y el abdomen quemados ya merece la pena haber venido. Y ahí está el truco.

Un carro de combate estadounidense toma posiciones en los alrededores del hotel Palestina, donde se encuentran muchos de los periodistas extranjeros en Bagdad.
Un carro de combate estadounidense toma posiciones en los alrededores del hotel Palestina, donde se encuentran muchos de los periodistas extranjeros en Bagdad.AFP

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Sobre la firma

Francisco Peregil
Redactor de la sección Internacional. Comenzó en El País en 1989 y ha desempeñado coberturas en países como Venezuela, Haití, Libia, Irak y Afganistán. Ha sido corresponsal en Buenos Aires para Sudamérica y corresponsal para el Magreb. Es autor de las novelas 'Era tan bella', –mención especial del jurado del Premio Nadal en 2000– y 'Manuela'.

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