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APROXIMACIONES

¡Tierra trágame!

La exposición. La joven artista está contenta. Por fin es el gran día. La mayor parte de la profesión (pintores de onda parecida), conocidos, curiosos, habituales de las inauguraciones, amigos ¡y la familia al completo! han acudido a la invitación de la galería. La pintora está muy ocupada. Ahora ríe con una antigua amiga; ahora recibe, muy seria, los elogios de un señor muy serio; ahora se abraza a unos primos venidos de lejos. Ahora acompaña a una anciana menuda, de elegante cabello azul, para examinar de cerca uno de los cuadros. Es clienta de toda la vida y el galerista sigue la escena con la mirada falsamente distraída. Ahora atiende a dos jóvenes estudiantes de arte mientras se apoya con el codo en su hijo de nueve años. Se recuesta en él de espaldas, como si de la barra de un bar se tratara. Atención porque la acción no va a durar ni tres segundos. De pronto, los estudiantes se desconciertan y apretan párpados y labios como lamentando algo que nunca debió ocurrir. La pintora vuelve la cabeza y descubre que el apoyo de su codo ya no es el hombro de un niño inquieto, sino un deformado y hierático moño azul. La boca abierta de la venerable dama denota una incomprensión radical. Y su fiera mirada, una promesa de venganza inapelable. ¡Tierra trágame!

La boca abierta de la venerable dama denota una incomprensión radical. Y su fiera mirada, una promesa de venganza inapelable
Un seco y agudísimo ¡ay! cruza la redacción levantando miradas de alarma a su paso

El pésame. Acaba de perder al amigo que le enseñó a bucear. Ha muerto trágicamente, con las aletas puestas. Era un amigo reciente, pero había hecho muy buenas migas con él y con su simpatiquísima esposa. La cola para reconfortar a la viuda es muy lenta, demasiado lenta. Da tiempo para pensar en el difunto... y en otras cosas. La mente se va de una cosa a la otra hasta que, de repente, se encuentra delante de una cara desecha, ausente, con la mirada sin foco... Cuando su cerebro envía la orden urgente de cerrar la boca, ya es tarde. La palabra se ha escapado: Enhorabuena. Ha sido un susurro, pero ha sonado como un trueno. ¡Tierra trágame!

La entrevista. Es periodista y, tras una buena carrera de quince años, acaba de perder su empleo por primera vez. Pero es muy posible que todo se solucione en los próximos minutos. La entrevista es con la jefa de la sección de economía de un gran rotativo de ámbito nacional. No se conocen, pero cada una sabe bien quién es la otra. Incluso es posible que se admiren mutuamente. La conversación arranca fluida. Todo parece encajar, talante, sentido del humor, personalidad. Ya se tutean con cierta intimidad. Es entonces cuando la aspirante descubre un pelo negro en el blanco pecho escotado de su futura jefa y amiga. Su inconsciente mira el pelo y, sin encomendarse al consciente, ordena un gesto a la pinza que forman el pulgar e índice de la mano derecha. Es un gesto, cómplice y cariñoso, de mujer a mujer: agarrar el pelo y tirar de él con gracia y decisión. Un seco y agudísimo ¡ay! cruza la redacción levantando miradas de alarma a su paso. Las abiertas sonrisas de las dos mujeres son ahora dos muecas de idéntico estupor. Aquí, y nunca mejor dicho, acaba esta historia. ¡Tierra trágame!

El nacimiento. Tiene cuatro años y acaba de llegar a la clínica para conocer a su hermano recién nacido. Le han explicado de manera un poco confusa cómo vienen los bebés al mundo. Cuando entra en la habitación de la mano de su padre, el asunto aún le da vueltas en la cabeza. Piensa, a su manera, que lo que le han contado quizá sea una especie de metáfora ¿qué puede ser si no? En la habitación encuentra al recién nacido, mamá y una enfermera de colosal y afiladísima nariz. El niño no mira a su hermano, ni a su madre, ni a su padre. Mira fijamente la nariz. La enfermera pone los ojos en blanco como diciendo "ya estamos otra vez". La madre mira al padre como diciendo "haz algo, rápido". El padre mira a la madre como respondiendo "dime tú qué". Pero el niño no aparta la vista de la nariz, y como comprendiendo por fin, sonríe de lado a lado y concluye: "Ah, tú debes ser la cigüeña, ¿no?". ¡Tierra trágame!

La condecoración. La fundación, dedicada a promover proyectos culturales de alta calidad, invita a un asesor extranjero para ayudar en la valoración de una ambiciosa propuesta. Ambos idiomas, el español y el portugués, son lo bastante próximos y se puede prescindir de una triangulación vía inglés o francés. El encuentro, el cuarto o quinto en aquellas bellas oficinas, es siempre cordial. Tras los primeros apretones de mano, los miembros de la fundación miran a su presidente con media sonrisa como diciendo "ahora es un buen momento". El invitado cree saber de qué se trata. Aunque, si la memoria no le falla, los recuerdos se suelen ofrecer al final y no al principio... Mientras un secretario sale en busca del regalo (ahora) de bienvenida, recuerda algunos de los regalos (antes) de despedida: un espléndido libro de las Expediciones de Hartt por el Brasil imperial, de Marcus Vicinius de Freitas, una bellísima edición del mapa de América de 1562 creado por Diego Gutiérrez... ¿Qué toca ahora? El emisario ya está de vuelta con una imponente caja de terciopelo y se la entrega al presidente. Éste la abre mientras dice, entre otras muchas cosas, algo así como medalla del honor nacional al Mérito Cultural. Hace mucho calor y traducir consiste en yuxtaponer las palabras descifradas y tratar luego de adivinar el sentido global más probable... El resto de los presentes miran alternativamente ora la lujosa condecoración, ora la reacción del invitado. Éste carraspea y destaca la importancia de la distinción. Hasta aquí todo bien. Pero todo está a punto de cambiar con el primer balbuceo de agradecimiento. Las cejas se levantan sobre unas sonrisas a punto de congelarse, pero los reflejos del invitado son excelentes. El siguiente comentario se refería a lo inmerecido de la distinción, pero es abortado a tiempo y no llega a sonar. El tercer comentario ya está bajo control y es una felicitación efusiva al flamante galardonado con la medalla del honor nacional al Mérito Cultural, el presidente de la fundación. Un suspiro apenas perceptible es todo lo que queda de un frenazo al borde mismo del abismo... ¡Tierra trágame!

El virtuoso. El auditorio de la ciudad es el de las veladas inolvidables. En platea se viste de gala y se cruzan saludos ceremoniosos. Flota el magnetismo de los que saben que van a compartir una noche histórica. El violinista hace dedos entre bastidores y sus arpegios se mezclan con las innumerables notas la que buscan, para afinar, todos los instrumentos de la orquesta. El prodigio del violín ha llegado a la ciudad para interpretar el concierto de los conciertos, el de violín en re de Beethoven... Las luces de la sala se apagan lentamente. Suenan las últimas toses. Los melómanos se reacomodan en sus butacas. Entra el director de la orquesta y se gana un rápido e impaciente aplauso de cortesía. Se hace un silencio denso. Sale el virtuoso y suena una ovación de gratitud anticipada. El director levanta los brazos y espera que el silencio se haga radical. El director da la señal y suenan los misteriosos toques iniciales de los timpani. El virtuoso aguarda a que la larga introducción le brinde la entrada al solista. Entre tanto mira a la audiencia que le mira a él. Mira los adornos del techo. Estira el cuello. Se concentra en la música. Se acerca el momento, ¡su momento! El director le lanza una mirada profunda de parte del mismísimo Ludwig van... ¡ahora! ahora va a ser la entrada del violín, una entrada sublime, bellísima! Más de tres mil pares de ojos contienen la respiración y se clavan en el intérprete. Nadie quiere perderse su primer golpe de arco, ¡ahora es el momento!, ¡ahora es el momento exacto!, ¡ahora ya no es exacto, pero todavía es el momento!, ¡ahora ya es un pelín tarde!, ¿ahora?, ¿qué está pasando? ¡Un momento! ¡Aquí ha habido un enorme malentendido! ¡Yo no sé tocar el violín! ¿Qué hace toda esa gente mirándome? Pero, pero ¿cómo es posible que yo haya llegado a una situación como ésta?... ¡Tierra trágame! De repente comprende. Y se despierta.

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