Democracia e Internet
¿Es Internet bueno o malo para la democracia? A la vista de lo que ha acontecido en todo el periodo anterior y posterior al inicio de la guerra en Irak, suscitar esta pregunta parece casi ridículo. Pocas veces se ha producido, en efecto, un proceso de comunicación de tanta intensidad sobre cuestiones políticas. Y este impulso ha conseguido mantenerse gracias, en gran medida, a la inmensa facilidad de comunicación e información que ofrece este medio. Sin él, movimientos como el de la "antiglobalización" apenas hubieran podido existir. Tampoco campañas ciudadanas -de una ciudadanía internacional y cosmopolita, se entiende- como aquellas que impidieron la lapidación de dos supuestas adúlteras en Nigeria u otras con fines políticos de cualquier otro ámbito político territorial -local, nacional, europeo-. Esa "sociedad civil internacional" que se está desplegando ante nuestros ojos no hubiera sido posible sin Internet. Por no hablar de la gran variedad de actuaciones y programas públicos que muchos organismos oficiales ofrecen a los ciudadanos en una ilimitada cantidad de páginas web. Muchas de ellas incluso incorporando la posibilidad de recibir críticas o sugerencias de los ciudadanos. Como muestra la movilización contra la guerra, no es exagerado afirmar que, casi a diario, hay algún mensaje electrónico en el que se apela, de una u otra forma, a nuestra dimensión ciudadana.
REPÚBLICA.COM
Cass Sunstein
Traducción de Paula García Segura
Paidós. Barcelona, 2003
212 páginas. 15 euros
Por todo ello, y guiados quizá por esta reciente e inmediata experiencia del conflicto bélico de Irak, no deja de ser curioso que alguien alce una voz escéptica sobre la supuesta capacidad de Internet para fomentar la democracia o convertirnos en ciudadanos más plenos. Éste es el caso de Cass Sunstein, uno de los más relevantes constitucionalistas de Estados Unidos, conocido precisamente por sus escritos en defensa de la libertad de expresión y, en general, por sus actitudes cívico-republicanas. Que alguien de su perfil intelectual recele de la funcionalidad de Internet para promover los valores democráticos debería ponernos en guardia, dada esa predisposición primaria que todos tenemos hacia este nuevo, maravilloso y casi milagroso medio de comunicación. Y lo primero que cabría decir sobre la actitud del autor es que su sospecha deriva de una previa toma de partido a favor de un exigente concepto de la democracia como es la democracia deliberativa. Es sabido que ésta pone el énfasis en todos aquellos procesos políticos que favorecen el intercambio de opiniones, la reflexión y la responsabilidad, y se aleja de una concepción del espacio público donde los distintos ciudadanos se encuentran exclusivamente para alcanzar compromisos sobre posiciones e intereses prácticamente cerrados. Es decir, de la democracia como mera agregación de intereses. Frente a esta visión más fuertemente individualista se aboga por la necesidad de instaurar un espacio de interacción y de experiencia comunes, que permita crear la cohesión social necesaria como para poder hablar de intereses y experiencias generales.
Lo que en realidad alarma a Sunstein es, así, la funcionalidad que posee Internet para ahondar en la creciente tendencia hacia la "individualización". Permite, en efecto, acceder a una casi perfecta "personalización" del sistema de comunicaciones, donde cada individuo se conecta con páginas, temas, opiniones o personas que responden a un interés previo ya decidido. Esto que es un hecho respecto a la utilización comercial o de ocio que se hace de Internet, se traduciría también en una actitud privatizada frente a lo político. Como suele ocurrir con, por ejemplo, la sintonización a determinadas cadenas de radio, las personas se centrarían en acceder a opiniones con las que ya están de acuerdo, o se moverían por páginas que encajen perfectamente con su perfil político. A aquellos con posiciones extremas o que hacen "apología del odio", por muy minoritarias que sean, les ofrecen además la oportunidad de abandonar su soledad. Les abre a una "comunidad virtual" en la que poder cobijarse. El resultado sería así la pérdida de aquel referente común que permite el necesario encuentro ciudadano en una comunidad plural y diversa de libre interacción comunicativa. Frente a los medios de interés general, encargados de velar por la pervivencia de este vehículo comunicativo, se alzaría ahora un "periódico a la carta" -"mi propio periódico", como el traductor ha preferido verter la expresión de Negroponte del Daily Me-. Y el resultado es que la diversidad deviene en pura fragmentación en enclaves privados, en meras cajas de resonancia creadas por cada ciudadano o grupos de ciudadanos.
Ésta es la principal llamada
de atención que nos ofrece el libro. Aunque puede que lo más interesante del mismo sean sus reflexiones más extensas sobre lo que significa el proceso comunicativo en un sistema democrático y la libertad de expresión. Desde esta perspectiva, su tema central tiene más que ver con la democracia que con Internet, y no hace falta estar de acuerdo en su valoración de este medio para no admirar las muchas cautelas con las que aborda su común interacción en nombre de los principios normativos básicos de la democracia. Al final, sin embargo, en un epílogo escrito para su edición en rústica, recoge algunas de las críticas que se le hiciera después de su publicación inicial y matiza mucho más esa inicial desconfianza. Ahora reconoce explícitamente que los beneficios que Internet aporta a la democracia, en su vertiente de medio de comunicación y acción política, son bastante mayores que sus peligros. Y que con independencia del medio empleado, lo importante a la postre es que los ciudadanos no vivan en comunidades cerradas y se abran a conocer las posiciones de sus conciudadanos.
Puede que al final la cuestión no resida tanto en el medio cuanto en la cultura política que se vale de él; o, si se quiere, en la temperatura que en un momento dado tiene la vida política. Hace años, el siempre suspicaz Albert Hirschman estableció una "ley débil" según la cual, desde inicios de la modernidad, la historia se movía oscilando entre dos procesos distintos: politización y privatización. El tránsito que conducía de uno a otro no sería sino la frustración y el desengaño tras experimentar con intensidad cada uno de estos estadios. Eventualmente, una vez hastiados del consumo solitario y privatista, la nueva fase de politización no debería hacerse esperar. Por lo visto, estos últimos meses, quizá ya estemos saliendo de esa situación de "zombies nómadas de la sociedad del yo" (Sloterdijk) para volver a recuperar una actitud más plenamente ciudadana. Si esto es así, es difícil no ver en Internet una maravillosa arma para sentirnos partícipes de una comunidad cada vez más intensa y cosmopolita. Pero uno ya tiene dificultades para sentirse optimista.
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