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El futuro de Irak

Mucho se ha discutido sobre la crisis y posterior intervención en Irak, sobre su naturaleza, legalidad o inevitabilidad. Los análisis divergentes y la tensión política de estas semanas no pueden ser razón suficiente para que no abordemos el futuro de Irak, su estabilización y reconstrucción, así como el de la paz y equilibrio en toda la zona de Oriente Medio y Oriente Próximo, que han sido la más intensa fuente de conflictos en los últimos sesenta años. La discrepancia sobre el análisis de los riesgos geoestratégicos que en ocasiones se centraba sobre la naturaleza de los mismos - los riesgos de proliferación y de suministro de armas de destrucción masiva a grupos terroristas- o sobre su inminencia -puesto que había quien afirmaba que esos riesgos estaban controlados, no eran inminentes o bien no habían sido suficientemente explicados- así como el carácter contraproducente de cualquier intervención que según algunos analistas acabaría agravando los primeros. En mi opinión, la discusión, aunque interesante para historiadores, es hoy ya estéril y tenemos que centrarnos esencialmente en la posguerra.

Conviene recordar que muchos gobiernos del mundo (más de cincuenta), no pocos expertos sobre la región, una parte importante del mundo académico y, lo que resulta más desconocido en España, algunos de los más brillantes intelectuales cercanos al mundo del Partido Demócrata de los Estados Unidos, han coincidido en la necesidad de desarmar Irak y de estabilizar la región de Oriente Medio para evitar los riesgos geoestratégicos señalados. Personajes de la talla de Kenneth Pollack, autor del brillante libro sobre Irak La tormenta que acecha, o el ex responsable de asuntos políticos y estratégicos del Departamento de Estado en la Administración Clinton, Ronald Asmus, autor del libro Abriendo la puerta de la OTAN, gran paladín de la relación trasatlántica, así como defensor del papel y de la imagen de Europa en los Estados Unidos, han hecho una evaluación de la situación muy parecida a la que ha hecho el Gobierno de España. El prestigioso, casi mítico, columnista de The New York Times, Tom Friedman, ha defendido de forma crítica la necesidad de intervenir en Irak. Con demasiada frecuencia se ha presentado este debate en términos maniqueos como la obsesión de una Administración determinada o de algunos de sus integrantes, alejados del análisis sosegado y de la lectura en profundidad de las posturas defendidas por personas de gran solvencia intelectual, diametralmente opuestos en lo político y partidista a la Administración Bush, y activamente enfrentadas a las posturas de algunos sectores y personas del ámbito más conservador del Partido Republicano.

No conviene olvidar que las decisiones adoptadas se han tomado a la luz de un riguroso y serio análisis geoestratégico y geopolítico que docenas de gobiernos del mundo y cientos de expertos han hecho sobre la crisis de Irak. Por esa misma razón no se puede aceptar que algunos sectores ultraconservadores de los Estados Unidos desnaturalicen el análisis, los objetivos y los fines de una estrategia que había sido planificada con esmero y que debía ser ejecutada de manera milimétrica, con una prudencia y precaución que en ocasiones no se ha visto acompañada por algunas desafortunadas declaraciones al otro lado del Atlántico. En mayo del año 2002, en un viaje de diputados europeos pertenecientes a la Asamblea Parlamentaria de la Unión Europea Occidental a Washington, tuvimos oportunidad de reunirnos con altos cargos del Pentágono, el Departamento de Estado, miembros de la Cámara de Representantes y sus gabinetes, así como con diferentes foros de pensamiento (think tanks) desde la Brookings a la RAND Corporation, pasando por el Potomac Institute, o el American Enterprise Institute. Este último estaba representado en esa ocasión por Richard Perle, que criticó duramente, casi de forma ácida, a la Unión Europea por su debilidad y falta de acción ante amenazas como la de Irak, a lo que yo le respondí que si no hacer nada no era una opción viable, lo era aún menos actuar sin planificación y sin tener en cuenta los delicadísimos equilibrios de Oriente Medio, que, de no ser respetados, cualquier intervención podría tener consecuencias peores que las que pretendía evitar.

En consecuencia, parece claro que los aliados europeos que han defendido posturas como las del Reino Unido o las de España han tenido un papel determinante para moderar y matizar ciertas posturas que, por impulsivas, radicales o imprudentes, hubiesen podido desembocar en consecuencias impredecibles para la región. Ese compromiso y ese empeño se siguen manteniendo, y pocos gobiernos han tenido una postura más clara que el de España al criticar los excesos verbales o cualquier falta de tacto o planificación, contraproducentes para el logro de una paz con seguridad y estabilidad sólida y duradera en la región.

De igual modo, problemas como la falta de transparencia, errores graves de comunicación, faltas de tacto con la población local o incluso algunas acusaciones de tráfico de influencias, han sido enormemente perjudiciales para la imagen de los Estados Unidos, los fines y objetivos del desarme y la intervención, así como para la posición y la imagen de los gobiernos aliados que la han apoyado. La concesión de la explotación del puerto de Um Qasar a Halliburton, la dimisión de Richard Perle, o el machacón empeño de mantener una lectura equivocada y contraria a las tradiciones de nuestro orden internacional sobre la guerra preventiva, han hecho difícil explicar, entender y asumir, por parte de algunas opiniones públicas, las posturas de los gobiernos que han apoyado la intervención. Por eso mismo resulta indispensable abordar la construcción y el diseño de las razones, los motivos, los objetivos y el fundamento de la estrategia, con la máxima solidez, rigor y equilibrio, sin caer en excesos, radicalismo o incomprensibles errores de concepto, comunicación o de imagen.

En este sentido, pequeños detalles como izar la bandera de los Estados Unidos en edificios públicos iraquíes debe evitarse por todos los medios, puesto que cualquier indicio que pueda ser interpretado como que las fuerzas de la coalición han procedido a una ocupación colonial del país, tendría unas consecuencias desastrosas para el futuro de Irak, de la región, así como para el futuro de las relaciones entre Oriente y Occidente. Se ha dicho hasta la saciedad que ésta ni es ni puede ser una guerra de ocupación colonial y que Irak y sus riquezas sólo pueden pertenecer al pueblo iraquí, que ya ha sufrido la desgracia de tener que vivir sometido al yugo de sucesivas y sanguinarias dictaduras durante 45 años. Por eso los símbolos, los gestos e incluso los más mínimos detalles tienen que ser cuidados de forma exquisita, para no provocar ni rechazo, ni frustración, ni exacerbar los ánimos que conducen a la profundización del odio.

Para que todo ello sea viable y, sobre todo creíble, es preciso que la arquitectura de la reconstrucción y recuperación de Irak sea equilibrada y sólida. Conviene destacar igualmente que la palabra "reconstrucción" es una desafortunada traducción del término "nation building", que hace referencia a la creación de naciones con sólidos principios democráticos, instituciones fuertes y estabilidad política, tras haber sufrido el azote de las dictaduras, las guerras, o graves desastres naturales. Es en ese sentido que tenemos que plantearnos la reconstrucción de Irak, no se trata, pues, de reconstruir físicamente lo que esta guerra está destruyendo, lo que no deja de ser, lamentablemente, un fácil recurso retórico que incendia ciertas pasiones.

La reconstrucción tendría que tener varias fases, y debería hacerse siempre y en todo caso contando con los iraquíes, con sus nuevos gobernantes e instituciones, así como con su excelente sociedad civil, y con el debido protagonismo de las principales organizaciones internacionales con las Naciones Unidas a la cabeza.

En primer lugar la ayuda humanitaria, urgente y necesaria para aliviar el sufrimiento del pueblo iraquí, agua potable, alimentos, medicinas y asistencia sanitaria inmediata. Para ello hay que garantizar y asegurar el puerto de entrada (Um Qasar), las rutas de suministro y los puntos de distribución, y una vez eso ocurra, tanto las fuerzas de la coalición como, sobre todo, las organizaciones internacionales y las ONG tendrían que tener un protagonismo muy destacado, siempre y cuando se pueda garantizar adecuadamente su seguridad.

En segundo lugar se tendrá que poner en marcha una operación clásica de mantenimiento de la paz una vez concluida la guerra. La Unión Europea y la OTAN han tenido notables éxitos en este tipo de operaciones, tras haber aprendido de importantes fracasos, y hoy se puede afirmar que los casos de Bosnia o Kosovo, y esperemos que en el futuro Afganistán, pueden resultar modelos válidos al efecto. Mucho se ha hablado de quién y cómo se tiene que realizar esta operación de mantenimiento de la paz, al que algunos de forma precipitada y sin suficiente fundamento califican de ocupación colonial. Una operación de mantenimiento de la paz bajo paraguas OTAN podría ser una solución muy razonable.

Tercero, se tendrá que proceder a una estabilización completa del país en los ámbitos económico-financiero, social, de infraestructuras, de asistencia social y sanitaria e incluso político. En esta etapa además de la participación bilateral de los países habitualmente donantes, se sumaría la ayuda canalizada a través de la Unión Europea y las organizaciones económicas y financieras internacionales, tanto Fondo Monetario como Banco Mundial para contribuir a su financiación. Sería conveniente que participasen también las organizaciones regionales de Oriente Medio para que el Consejo de Cooperación del Golfo y la Liga Árabe, para que se sientan integradas y corresponsables de una ingente e importantísima tarea que afecta directamente a un vecino suyo y, en consecuencia, a su propio bienestar y seguridad.

En cuarto lugar, los iraquíes deberán diseñar una transición política que les permita pasar de un régimen sanguinario y opresivo, dominado por los aparatos y agencias de seguridad, el Partido Único y el Clan del dictador, a uno representativo, democrático, plural y plenamente respetuoso de los derechos y libertades fundamentales y, en consecuencia, homologable a cualquier democracia moderna. Ésta ha sido una cuestión central en los debates de algunos foros de pensamiento, que han llegado a especular sobre el sistema político que debería imperar en Irak. Yo me atrevo a sugerir una combinación de los modelos parlamentarios libanés y jordano, que permitiese un equilibrio entre las diferentes comunidades, minorías y religiones del país, buscando la convivencia y la concordia entre ellos, estableciendo una reserva de escaños a ciertas minorías más débiles, y permitiendo, así, que la minoría sunní esté sobrerrepresentada, para no provocar el estallido del país, sin olvidar a los kurdos y a los cristianos.

El objetivo debe quedar muy claro: lograr que Irak se convierta en un país democrático, territorialmente unido y sólido, para que así se convierta en un foco de equilibrio y estabilidad de la región más castigada del mundo, alejados de utopías irrealizables, de la inacción imprudente, o inaceptables posturas radicales de un signo o de otro.

Gustavo de Arístegui es diputado por Guipúzcoa y portavoz del PP en la Comisión de Asuntos Exteriores del Congreso de los Diputados.

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