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Columna
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Ahora, la política

Josep Ramoneda

La guerra se acerca a su final, empieza la posguerra, que promete ser cruenta y conflictiva. Las movilizaciones contra la guerra han superado todas las expectativas: por su envergadura -nunca había salido tanta gente a la calle-, por su duración -más de dos meses y siguen vivas- y por la enorme variedad de su composición -en la que se han juntado todo tipo de ideologías, creencias, edades, clases y pertenencias. El conflicto entra en una nueva fase. De la indignación y el rechazo moral se debe pasar necesariamente a la política.

En tiempos muy dados al desánimo, por la sensación de que no hay alternativa capaz de plantar cara a los planes de la extrema derecha cristiana que en estos momentos gobierna en Estados Unidos, el carácter universal de las movilizaciones ha devuelto la esperanza a mucha gente. Se ha descubierto que la globalización de los media hace posible que la opinión pública mundial haga oír su voz con estruendo. Más pronto que tarde, lo ocurrido deberá tener plasmación política, de lo contrario el abismo entre gobernantes y gobernados podría crecer hasta la ruina institucional. Sólo desde el autoritarismo se puede gobernar contra la opinión pública.

Sin embargo, el no haber podido detener la guerra ha generado una cierta frustración, que podría traducirse en un derrotista sentimiento de inutilidad. No es cierto. No se ha podido parar la guerra, pero se han conseguido muchas cosas. Entre otras, evitar guerras futuras. ¿Qué han conseguido las movilizaciones? Que Estados Unidos no haya podido legitimar su guerra en ningún foro internacional, que haya aparecido aislado, con la hiperactiva compañía de Tony Blair y la patética de José María Aznar. Que Estados Unidos tenga que revisar sus planes invasores y neocolonialistas de futuro, porque no hay imperio que pueda dominar el mundo solo. Que Estados Unidos haya puesto de manifiesto su debilidad como potencia porque para hacerse respetar necesita montar aparatosas operaciones militares contra países indefensos. Si los electorados de España y de Inglaterra hacen pagar la traición a Aznar y a Blair en las próximas elecciones, el potencial de esta renacida opinión pública saldrá enormemente reforzado.

La opinión pública tiene que seguir haciendo sentir su voz. Para denunciar la militarización de la política exterior norteamericana. Para impedir que los gobiernos que durante el periodo de la guerra han aguantado sus posiciones frente a Estados Unidos no se entreguen obscenamente al llegar la hora del reparto. Para defender a las Naciones Unidas, a la mayoría contraria a la guerra que se ha expresado en el Consejo de Seguridad y que ha frustrado los planes de George W. Bush de legitimar su golpe de fuerza. Para presionar por una reconstrucción de Europa que le permita asumir sus responsabilidades como potencia de equilibrio. Sin equilibrio, no hay paz posible.

Pero todos estos objetivos entran directamente en el marco de la política, lo cual quiere decir que debe emerger la pluralidad de ideas y opciones que ahora quedan desdibujadas bajo el paraguas unitario del "no a la guerra". La ofensiva ideológica conservadora que siguió al hundimiento del totalitarismo de tipo soviético ha tratado de desactivar la participación política, porque los poderosos temen siempre a los ciudadanos. La democracia que nos proponen Bush y Aznar se limita a las elecciones cada cuatro años y el resto del tiempo, vacaciones ciudadanas para que los gobernantes -aún mal electos como Bush- puedan hacer lo que les dé la gana. A esta idea de democracia responde la acusación de Aznar a la oposición de querer ganar en la calle lo que ha perdido en las urnas. Aznar considera que incluso la oposición debería permanecer callada y obsequiosa entre elección y elección.

El proyecto en marcha era desactivar la democracia por inanición, y durante los años noventa lo consiguieron. La ciudadanía sólo hizo sentir su voz en súbitas movilizaciones de indignación moral, que se agotaban en sí mismas, señales premonitorias que los gobernantes no quisieron entender. El dinero fácil, la burbuja financiera, la quimera del oro, fueron los espejismos que permitieron mantener el engaño del fin de la historia durante unos pocos años. Después se vio que bajo el manto de esplendor campaba la corrupción en espacios confusos entre público y privado: el caso Enron ha quedado como icono de este momento. La guerra ha venido a restaurar la autoridad de un imperio en dificultades. La gente no ha salido a la calle sólo para dar testimonio de su indignación. La gente ve que se está jugando algo decisivo: el orden del mundo en los próximos años. Y quiere tener voz.

Se ha expresado un sentimiento compartido por gente muy diversa en sus ideas, en su manera de entender las cosas. Esta pluralidad forzosamente ha de emerger en la fase que viene ahora. De nada serviría instalarse en una ilusión alejada de la verdad concreta de las cosas. Hay una realidad, hay unas relaciones de fuerzas, hay unas instituciones, hay unos partidos, hay unos complejos sistemas de intereses. No se pueden eludir los condicionamientos de la realidad si se quiere que las reformas avancen.

Los partidos políticos tienen que entender que hoy las cacerolas suenan por Aznar, pero que cualquier día pueden sonar por otros partidos y gobiernos que no hayan comprendido que donde hay autoritarismo la gente quiere respeto, donde hay oscurantismo la gente quiere transparencia y donde hay arrogancia la gente quiere proximidad. Los políticos no pueden parapetarse detrás de la falsificación de los hechos. Es un modo inadmisible de despreciar a la gente tomándola por idiota. Aznar y el PP, al presentarse como víctimas; al convertir unos inaceptables hechos violentos aislados en proceso de batasunización; al señalar a Rodríguez Zapatero como compañero de viaje de los comunistas y como peligrosa amenaza para la unidad de España, están diciendo cosas tan alejadas de la realidad, tan absolutamente disparatadas en relación con lo que la gente ve y percibe, que sólo los ciegamente convencidos pueden tomarles en serio.

La globalización está en marcha, pero la experiencia ciudadana es todavía local y nacional. Sería un triunfo de Bush y de Aznar que la opinión pública se convirtiera en un imperio planetario, desenraizado, desvinculado de la política de cada país, incapaz de hilvanar propuestas concretas más allá de las bellas promesas.

La política cotidiana es presión constante sobre los gobernantes. También en Cataluña, donde la amplia mayoría ciudadana se ha visto reflejada en una mayoría parlamentaria. Sin olvidar que el retorno de la política significa la asunción de las propias responsabilidades. Si queremos una Europa fuerte debemos estar dispuestos a hacer algunos sacrificios, y algunos de ellos pueden afectar al bolsillo. Y a discutir cosas incómodas como, por ejemplo, ¿cómo debe ser un ejército europeo?

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