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Columna
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Casualidades

A mediodía del 12 de noviembre de 1912, Marcel Proust, cronista de la vida galante de París, introduce en su piso del Boulevard Haussmann a Jacinto Benavente, el dramaturgo español más popular en el extranjero desde que el 9 de diciembre de 1907 estrenó su comedia Los intereses creados en el madrileño teatro Lara, el local de la corredera Alta de San Pablo, llamado la bombonera por la coqueta disposición del recinto.

En todos los hogares franceses se ultiman los preparativos del almuerzo, y así también lo hace Céleste en la cocina del piso del Boulevard Haussmann. Pero sus escrúpulos de gourmet no llegan al dormitorio de Marcel Proust, donde sólo se oye la voz del anfitrión que, postrado en la cama por minuciosas e inexplicables dolencias, lee a Jacinto Benavente esa monumental novela en la que se embarca desde hace tres años y cuya primera parte juzga concluida.

A la misma hora en que el dramaturgo madrileño tiene el privilegio de internarse en el laberinto sentimental de Swan de la mano del novelista francés -que al no ser conocido aún como escritor de alto vuelo no disfruta de la consideración equivalente-, un paisano de edad indefinida, que toma un café con media en un establecimiento situado frente al teatro Lara, masculla en un tono más alto que Marcel Proust y para desasosiego de los demás clientes la interjección escatológica del general Cambronne.

Lejos del bar de la corredera Alta donde este individuo se cisca en el género humano, aunque sin abandonar el centro de la Villa y Corte, el presidente del Gobierno de Su Majestad el rey Alfonso XIII, don José de Canalejas, se dirige a su despacho oficial de la Puerta del Sol. Pero la curiosidad le incita a detenerse en el escaparate de la librería General San Martín, situada a pocos metros de su oficina.

Son las once horas y veinticinco minutos de la mañana en el reloj de pared de la librería de don Roberto San Martín cuando un sujeto de edad indefinida se acerca a don José de Canalejas en el momento en que éste reemprendía camino y descarga sobre su sien un tiro de pistola.

A la velocidad del rayo se difunde el asesinato por las cuatro esquinas de Madrid, y el malhumorado parroquiano del café de la corredera Alta se une al horror de su entorno pronunciando la muletilla del general Cambronne. Pero este hombre de edad indefinida no protesta del atentado político, sino de una cuestión privada: con irritación observa que delante de su domicilio -ahí donde comparte tálamo y hacienda con esa andaluza de saliva más dulce que un sorbo de leche condensada a quien él llama gatita, y dos niñas madre-, se ha situado un mozo con unas flores.

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Con este ramo quiere agradecer Marcel Proust las atenciones de Jacinto Benavente. Pero como supone que el dramaturgo español rechazará recibirlo en el piso del Boulevard Haussmann y que extremará su gentileza al punto de declarar que se considera muy bien recompensado con la lectura de la novela y el almuerzo de Cèleste, Proust se lo envía al teatro de la corredera Alta donde Benavente estrenó su comedia más universal, para que cuando regrese a Madrid le dé la bienvenida su "matinal olor a lilas", según escribirá en la tarjeta que acompaña al regalo.

Mas a esta hora de la mañana en que en Madrid se asesina a Canalejas y en París hierven las cocinas, tardan en abrir la puerta del Lara porque están ensayando la próxima función. El recadero, impaciente, entrega las flores en la vivienda contigua, el gruñón del café se enfurece cuando su mujer las acepta, y sin que caiga de sus labios la palabra del general Cambronne, pone a los clientes por testigos de que no tolerará que en su hogar le pongan los cuernos.

Rechinando los dientes, cruza la acera hacia su casa cuando dos actores del Lara -cuyos nombres bautizan una bocacalle de esta corredera Alta- abren la puerta del teatro vestidos de guardias del sainete que preparan. Ante los uniformes, el airado recula temeroso, y los actores, confundiéndolo por su edad indefinida con el asesino de Canalejas, evitan que huya. Una andaluza con un ramo de lilas en la mano, que presencia la escena desde la reja de su ventana, exclama: "Jozú".

Ajeno a esta sarta de casualidades que participan de la seductora ambigüedad de la mentira, en el número 102 del Boulevard Haussmann Marcel Proust sigue leyendo a Jacinto Benavente esa novela que no publicará íntegra hasta el año de su muerte, el mismo 1922 en que se concede el Premio Nobel de Literatura a quien ahora le escucha embelesado.

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