Un panorama pos-Sadam
La constelación de bases en el extranjero con que Estados Unidos sostuvo su posición estratégica a lo largo de la guerra fría no fue resultado de un plan, sino consecuencia de los lugares donde se hallaban las tropas aliadas cuando terminó por fin la Segunda Guerra Mundial y acabaron sus secuelas, la guerra civil griega y la guerra de Corea. Estados Unidos tuvo entonces el derecho de colocar bases en Alemania Occidental, Japón, Corea, el este del Mediterráneo y demás lugares. En particular, nuestro antiguo archienemigo, Alemania, precisamente por el papel tan importante que había desempeñado América en el desmantelamiento de su régimen nazi, se convirtió en la plataforma fundamental para el establecimiento de bases de tropas americanas en Eurasia, hasta el punto de que dos generaciones de soldados estadounidenses se hicieron expertos conocedores de Alemania, aprendiendo el idioma y casándose con oriundos de este país. Si el Ejército de Estados Unidos tiene algún tipo de apego por un lugar, es por Alemania.
Tender la mano a los moderados del Gobierno elegido iraní no nos ha servido de nada, como ha admitido la Casa Blanca. Vamos a tener que negociar directamente con los radicales
El cambio de régimen en Irak puede resucitar la reputación de Nuri Said, el primer ministro laico y prooccidental que hizo más que ningún otro para construir su país en los años 40 y 50
Podría darse un escenario vagamente familiar después de una invasión de Irak, que es el lugar más lógico donde resituar las bases norteamericanas de Oriente Próximo en el siglo XXI. Esta conclusión no nace de ningún imperialismo triunfalista, sino de todo lo contrario: de darnos cuenta no sólo de que nuestras bases actuales en Arabia Saudí tienen poco futuro, sino también de que Oriente Próximo, en general, está al borde de sufrir una transformación de las que hacen época, que debilitará la influencia de Estados Unidos en muchos lugares de la zona. En realidad, el traslado de nuestras bases a Irak constituiría una aceptación de estos cambios dinámicos más que una perpetuación del statu quo.
Elementos insostenibles
Dos elementos de la realidad actual resultan especialmente insostenibles: la presencia de tropas impuras, integradas por infieles, en el propio reino saudí encargado de proteger los lugares sagrados musulmanes, y la dominación por parte de señores feudales israelíes de tres millones de palestinos en Cisjordania y la franja de Gaza. Ninguno de estos elementos durará para siempre. La negativa del presidente Bush a forzar la retirada israelí de Cisjordania ha dado esperanzas a los neoconservadores, pero se trata de un fenómeno temporal, no es más que una cuestión de etapas.
Sólo después de que hayamos logrado algún objetivo más claro en nuestra guerra contra Al Qaeda, o de haber expulsado al líder de Irak, o ambas cosas, podremos presionar a los israelíes para que procedan a su retirada escalonada de los territorios ocupados. Entonces estaríamos haciéndolo desde una posición de fuerza renovada y no daríamos la impresión de estar rindiéndonos ante el chantaje de los terroristas suicidas palestinos, unos criminales de la misma categoría que los del 11 de septiembre. Pero una vez que los israelíes hayan reducido la frecuencia de los atentados suicidas (por medio de las técnicas que sean necesarias), y una vez que, pongamos por caso, el líder derechista israelí Ariel Sharon haya desaparecido de la escena, Bush actuará, siempre que logre un segundo mandato y, por tanto, no haya de enfrentarse a una reelección.
Pero primero abordemos el tema inmediato: Irak. El nivel de represión en Irak es equivalente al que había en Rumania bajo el dictador comunista Nicolae Ceausescu o en la Unión Soviética bajo Stalin, por ello es imposible conocer la opinión pública del país. Destacan, no obstante, dos tendencias histórico-culturales: el laicismo urbano y un triste servilismo. En cada una de las ocasiones en que he visitado Irak he podido ver oficinistas sentados frente a sus ordenadores con la expresión que uno imagina que debieron de tener los esclavos que subían los escalones de los antiguos zigurats cargados con cubos de barro a la espalda. Estos oficinistas trabajaban sin descanso; entre los especialistas en Oriente Próximo existe el cliché de que los iraquíes son los alemanes del mundo árabe (mientras que los egipcios serían los italianos). Irak era la sociedad árabe que más ferozmente se modernizaba a mediados del siglo XX, y todos los golpes de Estado que han tenido lugar allí desde el derrocamiento de la dinastía hachemí en 1958 han sido declaradamente laicos.
Dado el prolongado clima de represión, el próximo cambio de régimen en Irak puede incluso resucitar la reputación, no de una figura religiosa, sino del brillante Nuri Said, el primer ministro laico y prooccidental que hizo más que ningún otro iraquí para construir su país en los años cuarenta y cincuenta. Como en Rumania, donde la caída de Ceausescu resucitó el recuerdo de Ion Antonescu, el nacionalista prohitleriano ejecutado en 1946 por el nuevo Gobierno comunista, la caída de una autocracia igualmente sofocante podría devolvernos el recuerdo del último gran político local asesinado en el golpe que colocó al país en el camino de la tiranía de Sadam Husein.
Irak está dominado por la dictadura brutal de un solo hombre, así que la expulsión de Sadam podría amenazar con desintegrar todo el país, ya muy desgarrado por su conflicto étnico, de no ser que actuemos con rapidez y pragmatismo, instalando a gente que realmente sea capaz de gobernar. Por esta razón tenemos que evitar cualquier ansia evangélica que nos lleve a imponer la democracia de la noche a la mañana en un país que no tiene ninguna tradición democrática.
Nuestro objetivo para Irak debería ser una dictadura laica de transición que construyera alianzas entre las clases de comerciantes rompiendo las barreras sectarias, y que pudiera, pasado un tiempo, tras la reconstrucción de las instituciones y de la economía, dar paso a una alternativa democrática. Concretamente, tiene que negociarse, antes de nuestra invasión, una relación deliberadamente ambigua entre el nuevo régimen iraquí y los kurdos, de modo que éstos puedan afirmar que han logrado un grado de autonomía real, al tiempo que el Gobierno central de Bagdad pueda sostener también que retiene el control sobre las zonas kurdas. Una de las ventajas de un régimen de transición es que nos brindaría el derecho de utilizar bases distintas de las que ya hay en la zona libre del norte, dominada por los kurdos.
Recuerden que Oriente Próximo es un laboratorio para la política de poder en estado puro. Por ejemplo, nada impresionó más a los iraníes que el que derribásemos accidentalmente un avión comercial iraní en 1988, algo que ellos no creyeron que fuera un error. El alto el fuego subsiguiente declarado por Irán a Irak fue en parte resultado de esa creencia. No hay nada que vaya a concentrar más las ideas de los líderes de Irán que nuestro desmantelamiento del régimen iraquí.
La bisagra de Oriente Próximo
Irán, con sus 66 millones de personas, es la bisagra universal de Oriente Próximo. Su política interna es tan compleja que a veces el país parece tener tres Gobiernos compitiendo entre sí: el líder supremo, ayatolá Sayed Alí Jamenei, y los matones del servicio secreto; el presidente, Mojamed Jatamí, y su Gobierno elegido prooccidental; y el ex presidente Alí Akbar Hachemí Rafsanyani, cuya base de poder bazaarí le ha convertido en un mediador entre los otros dos. A veces, la política iraní es resultado de acuerdos sutiles entre estas tres fuerzas; otras veces es resultado de la competición entre ellas. Los regímenes de Irak e Irán son distintos en lo fundamental, y, por tanto, nuestros retos en ambos países también lo son.
Mucho más desarrollado políticamente que Irak, Irán posee un sistema más que un mero régimen, por laberíntico e inconveniente para nuestros propósitos que éste pueda ser. La diplomacia decimonónica que utilizó con éxito Henry Kissinger en China con Mao Zedong y Zhou Enlai no funcionará en Irán, por la sencilla razón de que hay en el país demasiadas figuras políticas relevantes. Es más, debido a que hay tantos problemas importantes que son motivo de regateo interno, el sistema iraní es exactamente lo contrario de dinámico. La política exterior iraní cambiará sólo cuando su liderazgo colectivo crea que no le queda otra salida.
Los líderes iraníes se sintieron decepcionados al no ver una iniciativa diplomática por parte de Estados Unidos en 1991, después del bombardeo americano de Bagdad -cosa que, igual que el derribo de un avión comercial, les impresionó enormemente-. También es probable que les produjera impresión el discurso de Bush sobre el eje del mal (a pesar de sus orquestadas denuncias). Tender la mano a los moderados del Gobierno iraní elegido no nos ha servido de nada, como ha admitido la Casa Blanca. Vamos a tener que negociar directamente con los radicales, y eso sólo puede hacerse a través de un ataque militar que afecte a sus cálculos en el reparto de poder.
Los más proamericanos
La población iraní es la más proamericana de la región, debido a las desastrosas consecuencias económicas de la revolución islamista. El cambio total de su liderazgo es sólo cuestión de tiempo. Pero un aterrizaje suave en Irán -mejor que una contrarrevolución violenta, con el clero asediado recurriendo al terrorismo fuera de sus fronteras- sería posible sólo si se promete una amnistía general para aquellos funcionarios culpables incluso de las peores violaciones de los derechos humanos.
Conseguir una política exterior distinta por parte de Irán nos daría legitimidad suficiente para desmantelar el régimen de Irak. Esto debilitaría a Hezbolá, con base en Líbano, en la frontera norte con Israel, una organización financiada por Irán; eliminaría, además, una amenaza estratégica de misiles contra Israel, y empujaría a Siria hacia la moderación. Y además permitiría la creación de una alianza informal, no árabe, de la periferia de Oriente Próximo, que incluiría a Irán, Israel, Turquía y Eritrea. Los turcos ya tienen una alianza militar con Israel. Los eritreos, cuya larga guerra con la ex marxista Etiopía les ha inculcado un espíritu de aislamiento monástico frente a sus vecinos inmediatos, también han estado desarrollando sólidos vínculos con Israel. Eritrea tiene una población laica y constituye un punto estratégico, con buenas instalaciones portuarias cerca del estrecho de Bab el Mandeb. Todo esto contribuiría a crear un contexto de apoyo para una retirada gradual de las fuerzas israelíes de Gaza y Cisjordania. Uno de los problemas del plan de paz diseñado por Bill Clinton y el primer ministro israelí, Ehud Barak, en el verano de 2000, era que, al estar tan cercano en el tiempo de la retirada israelí de Líbano, fue visto por muchos árabes como un acto de debilidad y no de fuerza. Por esta razón, Israel tiene que hacer ver que mejora su posición estratégica antes de que pueda volver a ofrecer una retirada semejante.
Por supuesto, muchos palestinos no se sentirán satisfechos hasta conquistar todo Israel. Pero con el tiempo, cuando no se vean soldados israelíes por sus ciudades, esa frustración reconcentrada, especialmente entre los jóvenes, se dirigirá hacia el interior, hacia las élites occidentalizadas y cristianas de Palestina, en Ramala y lugares así, y también en dirección este, hacia Ammán.
En cuanto a Jordania y al resto de nuestros aliados, los Gobiernos de EE UU, ya sean republicanos o demócratas, sencillamente van a tener que adaptarse a una turbulencia sostenida en los años que se avecinan. No obtendrán ninguna simpatía por parte de los medios de comunicación, como tampoco de una comunidad académica que suscribe la falacia de los buenos resultados, según la cual siempre cabría una alternativa mejor a dictadores como Hosni Mubarak en Egipto, la familia real saudí y Pervez Musharraf en Pakistán. Pero a menudo no cabe tal alternativa. En este sentido, el debilitamiento del brutal régimen de Islam Karimov en Uzbekistán no dará paso necesariamente a una alternativa menos despótica. De igual manera podría dar pie a una guerra civil entre los uzbekos y la etnia tajik, que domina las ciudades de Samarkanda y Bujara. Como Uzbekistán está demográfica y políticamente en el fulcro del Asia Central postsoviética, aquellos que abogan por la "construcción nacional" en Afganistán deberían darse cuenta de que en los próximos años puede haber bastantes naciones que reconstruir en la región. Por esta razón, en el Pentágono hay quienes se sienten tentados por una estrategia de colocación de bases a lo largo de toda Asia Central, incluso si se diera el caso de que algunos países se derrumbaran y nos viéramos obligados a enfrentarnos a castas locales.
Terroristas antiamericanos
Nuestro éxito en la guerra contra el terrorismo se verá condicionado por nuestra habilidad para mantener Afganistán y otros lugares libres de terroristas antiamericanos. Y en muchas partes del mundo, esta labor será realizada más eficazmente por señores de la guerra de larga experiencia, curtidos en conflictos anteriores, que por Gobiernos centrales débiles constituidos a imitación de modelos occidentales. Por supuesto que debemos eliminar a los radicales antiamericanos (Gulbuddin Hekmatyar es uno de ellos) que están intentando derrocar al régimen prooccidental de Hamid Karzai. Pero esto no significa que debamos ver al Gobierno de Karzai como la única fuerza soberana del país. Dado que el momento de mayor cohesión nacional de Afganistán se dio a mediados del siglo XX, cuando el régimen del rey Zahir Shah, con sede en Kabul, controlaba poco más que las ciudades y pueblos de mayor entidad, así como la carretera que los unía, la perspectiva de una construcción nacional en toda regla en Afganistán no sólo es dudosa, sino también marginal con respecto de la guerra contra el terrorismo. Olvidamos que la invasión soviética de Afganistán no precipitó el levantamiento de los muyahidin. Éste tuvo lugar en abril de 1978, cuando el régimen de Kabul intentó extender el poder del Gobierno central a las aldeas. Por brutales e incompetentes que fueran sus métodos, hay que recordar que los afganos tienen menos tradición de Estado moderno que los árabes o los persas.
En cualquier caso, los cambios que podrían estar a punto de desarrollarse en Oriente Próximo expulsarán a Afganistán de las primeras páginas de los periódicos. A finales del siglo XIX, el Imperio Otomano, a pesar de su debilidad, siguió en pie a duras penas. Hubo que esperar al cataclismo de la Primera Guerra Mundial para que se derrumbase. Asimismo, Oriente Próximo se caracteriza por albergar una multitud de regímenes débiles que seguirán en pie a duras penas hasta el próximo cataclismo -que bien podría ser la invasión estadounidense de Irak-. La verdadera pregunta no es si la capacidad militar estadounidense puede acabar con el régimen de Sadam Husein, sino si la opinión pública norteamericana tendrá estómago para un compromiso imperial de proporciones desconocidas desde que Estados Unidos ocupara Alemania y Japón.
© The Atlantic Monthly, 2003.
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