Paz
Mientras atravesamos el azud de Vélez camino de Granada mi amigo italiano me pregunta qué ha visto Aznar en Bush para seguirlo tan encarnizadamente. Me figuro lo que Bush ha visto en Aznar, y le atribuyo toda la culpa al escritor y diplomático Washington Irving, embajador de EE UU en Madrid en 1842. Alguna visión de España dejaría Irving en los archivos del Servicio Exterior. Dejó para el mundo sus Cuentos de la Alhambra, fábula de una Granada de las Mil y una noches. El efecto de la obra de Irving aún perdura: casinos y hoteles americanos han sido construidos a imitación de la Alhambra mítica, y una vez oí que existe un lugar en Alabama llamado Alhambra. Bush seguramente cree que Aznar pertenece al Oriente, a la Arabia, y Aznar sería un valioso cómplice en campo enemigo: el porte y el bigote lo relacionan icónicamente con el antiguo rey de Jordania e incluso con el mismo y maldito Sadam Husein.
Pero no somos orientales. Somos mucho mejores, de Occidente. O así pensábamos en los eufóricos años noventa, orgullosos de nuestra cultura superior, de raíz cristiana y humanista, democrática. Entonces se puso de moda pensar que el colonialismo en Asia y África, con sus legendarias matanzas rápidas y lentas, había sido una bendición para aquellas tierras salvajes, muy decaídas tras la independencia. Ahora recogemos los efectos de nuestra soberbia racial-cultural: otra vez los seres superiores bendicen a los inferiores con bombas. Los redimen con bombas. Los liberan definitivamente. La idea de la guerra benéfica es vieja: pertenece a un gran escritor, inventor del Hombre Invisible, la máquina para viajar en el tiempo y la Guerra de los Mundos. El gran H. G. Wells defendió en 1914 la guerra que acabaría con las guerras. El genio que ha inventado en nuestros días la Guerra Humanitaria supera el talento indiscutible de Wells.
Teófila Martínez promueve en Cádiz un pleno municipal en defensa de la paz, para condenar todas las guerras. ¿No sería más respetable el PP si defendiera su conducta y sus ideas, a favor de la agresión a Irak (o al régimen de Sadam, como prefieran expresarlo), aun considerando indeseable la guerra, solución extrema, una tragedia, etcétera, etcétera? Los del PP, digan lo que digan, no condenan todas las guerras. Ésta no la condenan. Puede que no la deseen, pero no la condenan. Apoyan la operación Libertad para Irak en coalición de cincuenta países, como orgullosamente repite su jefe, Aznar. Puesto que, según los diccionarios, a la operación Libertad Iraquí deberíamos llamarla invasión y guerra, ¿no ganaría el PP más seguidores si se ajustara un poco más al uso normal de las palabras, y defendiera su guerra como justa, legal y necesaria? Ya hemos considerado antes otros bombardeos como humanitarios y democráticos, occidentales, en una palabra, benéficos. ¿Por qué no iban a convencernos otra vez? Pero jugar caprichosamente con el lenguaje, más allá de ciertos límites, nos vuelve absurdos, crispa los ánimos, disloca a la gente. (Imagínese usted que alguien lo tortura mientras se declara contrario a todas las torturas. Además de torturarlo, ¿no lo sacaría de quicio?)
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