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Columna
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Búsqueda

Las palabras se pierden, como las llaves, como las gafas, como los bolígrafos. En algunas ocasiones aparecen, sorprendidas en el desorden de las mesas, entre los libros y los periódicos, entre los vasos de agua olvidada y los ceniceros. Sólo juegan con nuestra impaciencia, saltan por la cuerda floja de la cita a la que se llega tarde, del trabajo que espera, de la voz telefónica que intenta darnos un número o una dirección. Otras veces se pierden para siempre, hunden sus sílabas en el mar oscuro de las obsesiones, y ni siquiera puede sacarlas a flote la linterna silenciosa del psicoanalista. También hay ladrones de palabras. Volvemos a casa y nos damos cuenta de que alguien ha metido la mano en la conversación y nos ha robado una palabra, como se roba una cartera, o bajamos a la calle y descubrimos que falta un adjetivo, como faltan un coche o una bicicleta. Brotan entonces los nervios, que también se pierden o se roban, maldecimos la mala suerte, nos quejamos del infortunio, y sólo nos queda la obligación incómoda, pero necesaria, de hacer cola en la comisaría para cumplir con los trámites de la denuncia. Los ciudadanos guardan cola delante de los diccionarios para buscar las palabras robadas. Cuando el policía nos pregunta si estamos seguros del delito, si no puede tratarse de una simple pérdida, conviene mantener la calma, no ofender a la autoridad o a los delincuentes. Hay que esforzarse en no envilecer la convivencia.

Llevo días buscando las palabras robadas, imaginando una posible sustitución de las quejas duras y las maldiciones. Llamar a las cosas por su nombre es violento cuando se habla de la soga en casa del ahorcado. Parece lógico que al hombre que apalea a su mujer no le resulte agradable la palabra maltratador. En un esfuerzo de concordia vecinal o laboral, podemos aludir al individuo de mano fácil que vive abrumado por los desarreglos de su vida conyugal. Si al policía que le parte la cabeza a una muchacha no le gusta la palabra represión, tal vez sea posible comentar las actuaciones de un profesional que cumple su obligación con una eficacia honestamente dura. Los asesinos que disparan por la espalda en El País Vasco quizá prefieran ser caracterizados como nacionalistas de dedo justiciero que llevan a cabo una misión con daños colaterales, simples carreteras hacia el futuro con accidentes de tráfico. El gobernante que decreta la invasión de un país y provoca un sinnúmero de cadáveres quemados no se muestra partidario de la palabra genocidio, a la que desprecia como una conspiración contra la estabilidad ciudadana. Posiblemente considere más correcto presentarse como el depositario de una verdad secreta, el responsable de una firmeza heroica, el líder que resiste a las presiones de la opinión pública, luchando en soledad contra la incomprensión y el descrédito callejero. Sin ánimo de ofender, con ganas de asegurar la convivencia, llevo días buscando fórmulas alternativas. Asunto difícil, lo confieso, porque no me valen los eufemismos que van de boca en boca como monedas falsas. Los afectados deberían también poner algo de su parte. Por ejemplo, los maltratadores podrían dejar de maltratar, los policías evitar la represión injustificada, los asesinos olvidarse de las pistolas, los genocidas de los genocidios y los mentirosos de las mentiras.

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