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Columna
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Rostros

Los alumnos de la Facultad de Bellas Artes de Granada nos ofrecen una curiosa lección: cubriendo los Jardines del Triunfo de rostros, de fotografías de personas anónimas que alfombran las baldosas, los parterres, los zócalos, enseñan que la guerra no tiene por protagonistas a las secas estadísticas que figuran en los periódicos, que detrás de los números, de los partes de bajas y las estrategias hay gente. Toda la muchedumbre que se alinea en esta plaza en el corazón de Granada en forma de fotocopia está en contra de que esa masacre continúe; no les gusta que se siga alterando o haciendo añicos la vida de esos otros desconocidos que gritan en los telediarios y ven cómo ceden sus techos ante la violencia de las bombas. Los rostros fotocopiados son emisarios de una íntima, de una desarmante verdad: detrás de todo está la gente. Detrás de los despliegues informativos, de los sectarismos, de los libros sagrados que uno y otro bando enarbolan hay individuos con nombre y apellido, con una azarosa historia vital. En los foros internacionales, frente a los estrados, se emplean sin recato palabras como seguridad, futuro, democracia y legitimación: del litigio entre unas palabras y otras, de la imposibilidad de que convivan juntas, surgen estos misiles que pueblan los cielos de los televisores. Y, curiosamente, las explosiones no destrozan los estrados ni hieren a quienes pronunciaron aquellos engolados discursos: se ceban en pobres gentes, en ciudadanos de a pie para quienes la alta política de sus magistrados sigue una mecánica tan oscura como los electrones y las epidemias.

Está bien la dosis de humanidad que la iniciativa de los alumnos granadinos aporta a este conflicto, está bien que por fin alguien se acuerde del individuo y deje de usar el plural. A veces las ideas nos parasitan la cabeza y no somos capaces de contemplar el mundo sino a través del cristal esmerilado que usan para deformarlo: la realidad se polariza en buenos y malos, los que están de un lado o del otro, los adeptos de Dios y los del Diablo. Ataque a Irak, leo en las cabeceras de los informativos, como si fuera sólo Irak, ese anodino trozo de tierra que viene marcado con color beige en los mapas, el que recibe la metralla y las cicatrices: Irak es una entelequia, un flatus vocis como el patriotismo y la hipotenusa; el ataque se produce sobre las familias de Basora, el que siente y padece es un triste vendedor de legumbres de Bagdad, la sangre corre por la herida infligida a un niño de Nasiriya que huía de la mezquita a su casa. Los occidentales necesitamos que nos refresquen estas verdades: lo necesita el estólido espectador de sobremesa, lo necesita el Alto Mando norteamericano, lo necesita el señor Aznar. Desde la televisión, el holocausto de Bagdad constituye un hermoso espectáculo de fuegos artificiales, y el avance de las tropas por el desierto recuerda a las mejores hazañas de Errol Flynn; pero para que uno y otro hayan sido posibles, personas que constan de rostro, nombre y sueños han tenido que abandonar su porvenir entre los escombros. Algún día, tal vez, la gente merezca que los gobernantes desaparezcan de sus gabinetes y se vayan a hacer puñetas: ese día, sin duda lejano, recibiremos el premio de poder dormir sin que la Razón de Estado nos sobresalte en la noche.

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