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Columna
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Las últimas horas

Arrellanado en su poltrona, bajo la mirada del Cristo crucificado que está a su izquierda, a mano la campanilla de buen orden, apretando su pluma, José María Álvarez del Manzano y López del Hierro iba acabando sus días de regidor de la Villa de Madrid, mientras pedía a Dios, sintiéndose en Getsemaní, que pasara de él este cáliz. Miraba con gravedad a las turbas de su oposición que le pedían que condenara los bombardeos que esa misma mañana se perpetraban sobre la gente inocente que acudía a un mercado de Bagdad, tan lejos de su municipio. Y, mirando a su Cristo de reojo, de modo que pareciera que lo que de verdad miraba eran las escenas de la matanza que apoya en Irak su jefe político, y que la concejal Narbona exhibía en la sesión, mostrándoselas al pueblo, suplicaba a Dios que cambiara en su rostro los signos de la ira por los de la paciencia.

Y así, cuando esperaban los réprobos que fuera rápido a los asuntos de la casa de la Villa o se le alterara el ánimo y suspendiera la sesión, bajo los efectos de la humillación del huevo con pintura roja que cayó sobre él en días pasados y lo puso perdido, el regidor, humilde, se avino condescendiente a lo que le pedían: unos minutos de silencio por los muertos de la terrorífica sangría que él mismo apoya. Y, puestos en pie todos a su requerimiento, hubieron de oír, antes de callar respetuosos, lo que a su parecer justificaba aquel silencio: "Es humanitario recordar a todas las víctimas de los acontecimientos bélicos", dijo, "incluidos los actos terroristas".

Daba pues aquel acto por humanitario, quizá respondiendo a un guiño de su Cristo en solicitud de magnanimidad, pero nadie acertaba a comprender si lo que pretendía con esas palabras era que el homenaje del silencio incluyera a las víctimas del terrorismo etarra o si lo que quería decir es que los inocentes de Irak son también víctimas de terrorismo, como muchos pensamos que lo son. Lo que quedaba claro es que daba a los actos terroristas categoría de acontecimientos bélicos al incluirlos en el mismo saco. Pero, tal vez, la explicación incluía, a pesar de su tono de plática o por eso mismo, un reproche: que los conmovidos por la muerte de criaturas lejanas y de otro credo no se conmovieran del mismo modo ante la sangre de los más cercanos. Hay tanta necesidad de relacionar el apoyo a esta guerra por parte del PP y su Gobierno con el miserable terrorismo de ETA que no falta quien se extrañe de que no insistan más en insinuar cualquier implicación directa del tirano Sadam con lo que pasa en Euskadi. Pero lo mismo que suelen los amigos de la guerra recordar los crímenes de ETA para eludir su responsabilidad en estos otros, los munícipes de la izquierda se empeñaban en acabar con la paciencia de su alcalde trayendo la guerra a cuento, se dijera lo que se dijera, en el pleno penúltimo de esta legislatura. De modo tal que bastó que el concejal de Medio Ambiente se pusiera a contar cómo va a poner esta ciudad hecha un espejo, dispuesto a multar al que le ensucie las calles de Madrid con propaganda electoral, para que se le echaran encima los disidentes recordándole quiénes son los responsables de los escombros de las calles de Bagdad, de su destrucción y de sus cadáveres. Ganas no le faltaban al de Medio Ambiente, mientras Mercedes de la Merced buscaba abogados como una loca para detener lo que tomaba por insultos, de amenazar a Narbona con contarle a los vecinos de qué modo, ajena al espíritu municipal y vendida al pacifismo universal, se ocupaba más de las calles de otras ciudades lejanas que de las de Madrid.

Ya para entonces el alcalde miraba a su Cristo y el Cristo le volvía la cara, el ruido de las turbas no cesaba, los nervios De la Merced encendían el aire. "Cállense, cállense", suplicaba Manzano, mientras pedía una tila para doña Mercedes, y mirando a su Cristo exclamaba: "Padre, padre, ¿por qué me has abandonado?". María Tardón, la de la policía, en su afán de aliviar las tribulaciones de su jefe, convertida de súbito en concejal de fiestas, había mandado disfrazar de periodistas a los guardias. Los periodistas, desconcertados ante el repentino aumento de la competencia, creían haberse equivocado de Ayuntamiento. Manzano, abandonado por Dios, oía la voz de Aznar, su maestro: "El que quiera seguirme, que tome su cruz y me siga". Los falsos periodistas recobraban ya su condición de guardias y el regidor continuaba su piadoso vía crucis. Para el próximo pleno, el último, disfrazarán a los municipales de centuriones.

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