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LA COLUMNA | NACIONAL
Columna
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Violentar las reglas

ATRAVIESA LA POLÍTICA española un momento de exasperación como si estuvieran a punto de quebrar ciertos consensos básicos que han sostenido hasta hoy, y desde hace 25 años, nuestra convivencia democrática. Es significativo del nuevo tipo de sociedad alumbrada durante este cuarto de siglo que la amenaza de quiebra proceda de decisiones relacionadas con la política exterior, con el papel que el Estado español ha desempeñado en las instituciones internacionales: los estudiantes que se declaran en huelga; los cineastas que convierten el espectáculo anual de su profesión en un acto contra la guerra; los rectores de universidad que firman, en calidad de tales, un manifiesto; los abogados y jueces que se reúnen en asamblea; los cientos de miles de personas que salen una y otra vez a la calle: todo esto, que no se veía en España desde los últimos años del régimen de Franco, expresa un malestar por algo que ocurre fuera de nuestras fronteras, pero que extiende sus efectos hacia el interior debido únicamente a la incomprensible obstinación del Gobierno de servir como un perrito faldero la nueva política de poder imperial desencadenada por Estados Unidos.

Hay en esta ciega decisión un elemento que puede provocar, no ya en Irak, sino aquí mismo, daños de difícil reparación. Dijo Aznar a Zapatero el 18 de marzo en el Congreso que un mundo en el que se puedan "violentar las reglas no le conviene a España". ¡No lo sabe bien el presidente! Herederos de una tradicional cultura política en la que burlar las reglas y sortear la ley se celebraba con aplauso, y en la que se prodigaban las llamadas a la propaganda por los hechos o a la insurrección armada como instrumentos de la acción política, los españoles nos hemos acostumbrado a duras penas a mostrar cierto respeto a las instituciones, a considerar como legítimo al Gobierno que ostenta la mayoría, a solventar las diferencias sin el tradicional recurso a la violencia, patrimonio hoy exclusivo de una banda de nacionalistas vascos.

Y de pronto, el Gobierno violenta las normas fundamentales que rigen las relaciones internacionales y pretende que el país le siga en su disparatada aventura. Se coloca al lado del más fuerte y justifica y legitima la vulneración de las normas con el peligroso argumento de que "ni para el terrorismo ni para ninguno de los asuntos que tenemos que afrontar en el futuro nos conviene que el Consejo de Seguridad pueda verse bloqueado". Y como no conviene, se usurpan sus funciones y se lanza un ultimátum, ¿en nombre de qué si no de la fuerza bruta? El cínico "principio Cooper" para la salvaguarda de la sociedad occidental: "Entre nosotros, respetar nuestras leyes; pero que rijan en la selva las leyes de la selva", aplaudido por Robert Kagan en un panfleto que consagra la ideología del neoimperialismo sustituyendo la lírica de la carga del hombre blanco por la desnuda invocación al poder militar, ha sido adoptado por José María Aznar como criterio rector de la presencia de España en el ámbito internacional.

Sólo que Aznar ni tiene poder militar ni está apoyado en un consenso social. Como no lo tiene, su adhesión a la causa es vergonzante; pero como no cuenta con un consenso social, se emplea a fondo en romper las piernas de la oposición e infundir miedo a quienes manifiestan su rechazo. No es casualidad que al mismo tiempo que la policía recupera la brutalidad del tardofranquismo, la oposición se vea insultada, deslegitimada, presentada como compañera de viaje de un tirano; no es casualidad, sino muy coherente con su aventura exterior: quien ha podido violentar las normas del derecho internacional, burlar al Consejo de Seguridad, ahondar la sima abierta en la Unión Europea, ¿cómo habría de permitir que los estudiantes, la gente común, los artistas, la oposición, le lleven la contraria?

El Gobierno pretende convertir el masivo rechazo a su política internacional en una cuestión de orden público. Cuando esto ocurre en una democracia, quien lleva todas las de perder es la misma democracia. Tal vez pueda el Gobierno, dando carta blanca a la policía, incrementar la exasperación, multiplicar la ira de los ciudadanos. Pero ante ese creciente deterioro del clima social no debía extrañarse de los rebrotes de violencia que comienzan a llenar la crónica de cada día: quien ha violentado las normas hasta el punto de declarar una guerra no puede sorprenderse luego de que a sus ministros les abucheen por las calles. En el pecado, le diría el Papa si tuviera ocasión de recriminarle otra vez su conducta, lleva la penitencia; sólo que al final la factura recaerá sobre el conjunto de la sociedad y del Estado.

El Papa, con José María Aznar, en el Vaticano.
El Papa, con José María Aznar, en el Vaticano.

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