Los saltos de agua de Canaima
EL TRAYECTO de dos horas en una pequeña avioneta y nuestro paso por Puerto Ordaz -en la confluencia de los ríos Orinoco y Caroní- para repostar fueron la despedida de las playas de arena fina y aguas tibias. Pronto sobrevolaríamos el Estado venezolano de Bolívar sumiéndonos en un retablo de verdes. Conservo, del viaje hasta el parque nacional de Canaima, la imagen de los tepuis -cerros testigos o mesetas elevadas que generan grandes saltos de agua- desplegando una exhibición de serena fuerza. Allí estaba por fin el tan esperado e inmenso Auyan Tepui. Surgió repentinamente, con el sol destellando en sus gotas de agua, reverberando como una explosión de pequeños cristales saliendo del macizo hasta sus pies en un salto magnífico de espuma y arco iris: el salto del Ángel. Nos sorprendió y el piloto dio otra vueltita. Siguieron otros saltos a lo largo del día: el de Hacha, del Sapo, de Ucaima, de Ara, de la Golondrina... todos espléndidos.
Más tarde subimos a la avioneta para emprender viaje hacia Arekuna, un campamento fuera del parque de Canaima. Desde el cielo, la pista de aterrizaje parecía una roja cicatriz en la sabana, y sobre una colina apenas se adivinan las cabañas que serían nuestras habitaciones. Contemplar el río Caroní, el silencio, el cielo más estrellado y la luna llena nos hicieron sentirnos privilegiados.
Hemos vuelto a España, mucho después de lo que nuestro cuerpo hubiese querido, y todavía me emociono recordando.
Navegamos por el río Caroni y el Antabares. Recuerdo lugares mágicos, el agua negra en la que nos bañamos, el silencio y la lluvia de las tres en punto. Rostros, nombres, frutas, árboles, esplendor de verdes y de aromas, ternura de preguntas y respuestas con las que tratamos de acercarnos. Con palabras trato ahora de regresar...
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