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LA VENTANA DE MILLÁS

Tristeza hembra

Aún no había oscurecido cuando volvieron del entierro, pero nada más llegar a casa, los dos se encerraron en el dormitorio. La cuna vacía en una esquina de la habitación se hacía insoportable. Algún familiar, queriendo ayudar, había descolgado del techo el carrusel giratorio y lo había colocado sobre el colchón: un amasijo de colores donde hasta esa mañana asomaba la cabeza de su pequeño. ¿Cómo era posible que ya no estuviera allí? ¿Cómo? Ella estaba peor. Le habían tenido que poner dos inyecciones para calmarla y ahora, sentada en el borde de la cama, los brazos caídos a ambos lados del cuerpo, no tenía fuerzas. Él se arrodilló a sus pies, la descalzó y, después, comenzó a desabrocharle los botones de la camisa negra. Al quitársela se dio cuenta de que tenía el sujetador completamente empapado. También se lo quitó. Dos gotas de leche cayeron sobre la alfombrilla del dormitorio. Después, otras dos. Imparables. Entonces él acercó los labios a los pechos de su mujer, cerró los ojos y comenzó a succionar. Ella no quiso bajar la cabeza para mirar.

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Manchas y mentiras

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