Margen
"SÉ PERFECTAMENTE que no me ama", se decía a sí misma la atribulada mujer, a la que su inesperado amante, tras incendiar su corazón con una llama inextinguible, había abandonado a su suerte. "¿Cómo podría amarme? Y sin embargo, en el fondo de mí, algo, un punto de mí misma, no puede dejar de pensar, temblando de miedo, que quizá, a pesar de todo, me ama". Esta ardiente declaración erótica, atizada por la duda que mantiene en vilo a quien, alguna vez, ha amado, es el colofón de una breve historia escrita por Simone Weil en un par de hojas sueltas, que luego ella misma insertó al azar en el cuaderno íntimo donde solía anotar sus febriles pensamientos. Nacida en París en 1909 y muerta en Ashford, cerca de Londres, el 24 de agosto de 1943, a los 34 años, conocemos fundamentalmente el pensamiento de Simone Weil gracias a su correspondencia y a estas anotaciones que vertía en su diario hasta que le faltaron las fuerzas, casi en vísperas de su prematuro fallecimiento. Lo que escribió en estos cuadernos, entre el 17 de mayo de 1942, cuando, junto a otros fugitivos del terror nazi, escapó de la Francia ocupada, y el momento de su muerte, cuya causa fue una voluntaria deficiente alimentación, es lo que ahora se acaba de publicar en castellano con el título El conocimiento sobrenatural (Trotta), que contiene, por tanto, sus impresiones últimas.
Apurada por el vértigo de los acontecimientos que le tocaron vivir, es casi imposible definir la escritura de esta mujer, marcada por una intensa ansia de verdad, cuya exigencia existencial la dejó literalmente exhausta. De todas formas, aunque su implacable búsqueda intelectual la llevó a dominar un asombroso caudal de conocimientos científicos, filosóficos, antropológicos y filológicos, en ella acabó dominando la fulgurante chispa de la intuición poética, que, a veces, con breves relatos, como el que he citado al principio, donde, en pocas líneas, resume la zozobra de la naturaleza divina del amor, nos aproxima a esa iluminación relampagueante de la verdad.
Cuando, a estas alturas de nuestra estrepitosa era de revolucionarios descubrimientos, repaso su ingente legado científico-cultural, apenas si encuentro otro asidero existencial que lo que escribieron para sí dos humildes mujeres: Emily Dickinson, en el XIX, y Simone Weil, en el XX. Quizá por eso estoy cada vez más persuadido de que, en nuestro tiempo, la verdad se atisba en los márgenes y gracias a la nada infatuada disposición de los seres marginales. Por eso también, ahora mismo, ya en el siglo XXI, me conmueve hasta la raíz los sencillos versos de una escritora británica actual, Elaine Feinstein, en cuyo poema 'Lazos', incluido en su libro Música urbana (Hiperión), le susurra a su desperado amante este modestísimo radiante mensaje: "No supe qué decir, / ni entonces ni después de aquella locura; / ni me atrevo siquiera a sugerir otra alegría, / o la esperanza de una suerte mejor, que no sea / la de estar vivos. Pero sé que a tu lado podría / entrar como una novia en el oscuro lecho del silencio".
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