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Columna
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En contra de lo obvio

Lo obvio, una vez intuido, planteado, acaba sucediendo. La guerra, por ejemplo. Aunque no lo parezca -Barcelona es hoy una ciudad pacífica-, alguien se está matando ahora mismo en este mundo que ya es nuestro. Podemos imaginar la clase de carnicería que esto significa gracias a las imágenes que el cine, más que la televisión, nos ha ofrecido abundantemente. Aunque hayan sido imágenes falsas, su horror queda grabado en el cerebro. Quizá por eso tan pocos quieren la guerra. Lo obvio tiene, a veces, consecuencias inesperadas.

Tampoco se puede decir que los que quieren la guerra no hayan visto esas películas. Al contrario: cuentan las crónicas que un importante decorador de Hollywood ha preparado el plató donde se dan las conferencias de prensa de los buenos, que es lo que siempre son los norteamericanos en sus películas. También es obvio. Los guionistas bélicos son terriblemente previsibles: Hollywood da de sí lo que da de sí; un completo déjà vu. Lo obvio es lo que ya sabemos o conocemos; lo obvio es la repetición. Perogrullo es totalmente obvio. Lo obvio es lo que prohíbe la imaginación. Por ello, esta guerra, previamente anunciada, nunca nos sorprenderá en su barbaridad y ni siquiera en sus consecuencias: crisis económica, pulso definitivo entre el imperio de la fuerza y la democracia o, como ahora se llama -espléndido y sofisticado eufemismo-, entre el unilateralismo y el multilateralismo. Todo estaba previsto, anunciado, publicitado. Ya lo sabíamos: los muertos están ahí.

Hasta tal punto nos rodean las más vulgares obviedades que aparecen los, también obvios, anticuerpos. Esta próxima semana ya tendremos en la calle un libro (estupendo, por cierto, de RBA y Ara Llibres) de varios periodistas españoles que se llama, precisamente, No a la guerra. Las razones contra el ataque a Irak. Aunque los autores hayan trabajado contra reloj, lo han hecho porque sabían que el libro iba a ser pertinente: estaba cantado que habría guerra y muertos, basta con conocer la historia de las élites y sus resabios ancestrales. Desentrañar lo obvio, buscando ir más allá del cliché, es una tarea periodística complicada: requiere pensar, atar cabos, descubrir la lógica de los hechos. Acaso empezamos una época en que eso es lo que se demanda: ir más allá de lo obvio.

Porque lo obvio mata la imaginación, la curiosidad y también el conocimiento. Ese increíble programa televisivo, Hotel Glamour -un remake de los freaks imaginados por Terenci Moix-, por ejemplo, o la presidenta del Congreso haciendo callar a los diputados el otro día como si las Cortes fueran un colegio y ella la madre superiora: obviedades insufribles. Tapones a los sentidos y a la inteligencia. La muerte en vida.

La publicidad también suele ser obvia: expresa lo que ya sabíamos. Y, acaso, por esa razón la tomamos en cuenta. Pensaba en estas cosas mientras paseaba por esta pacífica Barcelona y varios carteles, ajenos a la guerra, me asaltaban con una frase obvia: "M'agrada Barcelona". ¿Por qué me lo dicen si ya lo sé?, pensaba, perpleja. ¿A quién se dirigen estos carteles? ¿A quién tienen que convencer? ¿Pasea por Barcelona tanta gente a la que no le gusta Barcelona o, por el contrario, nos exigen más militancia barcelonesa a los que ya nos gusta? ¿El "m'agrada Barcelona" intenta, tal vez, enmudecer palabras críticas?

Lo obvio es una plaga: busca un hueco en nuestros sentimientos, solidificándolos. Cuando lo obvio se percibe como algo imperativo y cerrado salta la rebeldía, el anticuerpo. El "m'agrada Barcelona" es una estupidez, a menos que nos ayude a plantearnos qué es lo que no nos gusta de Barcelona: un montón de cosas, por cierto. De Barcelona nos gusta la paz. Que no es poco. Y nos gusta que nos dejen vivirla en paz, con sus defectos incluidos. Sin instrucciones. Lejos de lo más obvio: la guerra, el dolor.

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