Día del Padre
El miércoles se celebró el Día del Padre y, aunque parezca mentira, no se produjo un aumento de suicidios. Para los que tenemos hijos, se trata de una jornada peligrosa. Conviene salir de casa al alba, procurando no despertar a los niños, que, estimulados por una tradición de pacotilla, esperan a levantarse para regalarnos un pijama o una corbata envuelta en una felicitación hecha de su puño y letra. Me consta que algunos padres las conservan en cajas de zapatos que, años más tarde, les permiten rememorar viejos momentos. No es mi caso: el Día del Padre procuro evitar estas situaciones y salgo a la calle con la excusa de que tengo cosas muy importantes que hacer. No tardo en comprobar que somos legión los que deambulamos por la ciudad como si fuera el Día del Padre Huyendo del Día del Padre. En sus casas, mientras tanto, los niños se levantan, desayunan y, al descubrir que papá no está, posponen la felicitación. Los dibujos con individuos monstruosos de sonrisa pasmada y pelos de punta tendrán que esperar.
Por la calle, los escaparates conminan a la población a felicitarnos. Entro en un bar y un posible padre me sirve un café que me tomo leyendo un periódico en el que se me informa de una inminente guerra preventiva, de un virus mutante y de una nueva hipoteca pensada para que, si te quedas sin trabajo, puedas continuar pagando. Pese a esta obsesión por transmitir una visión apocalíptica de la existencia, me conmueve la serenidad de todos los que se escaquean y que, mirando el reloj, esperan a que llegue la hora en la que los niños ya están en el colegio (donde les recordarán que hoy es el Día del Padre). Es un momento difícil, ya que algunos hijos pensarán en sus padres ausentes, amargados o psicópatas, y no sentirán deseos de felicitarles. Pero la mayoría impone su normalidad y las horas transcurren hasta después de comer.
Al acercarse la hora de ir al colegio a recogerlos, el padre ya ha encontrado una excusa para que vaya la madre o el abuelo y evitar así una felicitación sorpresa, a pie de colegio y ante testigos. Consigo mi propósito: a las cinco de la tarde nadie me ha felicitado. Lo celebro en otro bar, donde coincido con multitud de padres que expresan ruidosamente su entusiasmo. Comentan la guerra. Los tópicos circulan a tal velocidad que, para protegerme, decido salir y refugiarme en una papelería. Un niño de unos doce años está preguntando si tienen felicitaciones para el Día del Padre. El vendedor le responde que no, pero le enseña unos libritos que hay en el mostrador. Me acerco. Son unos libritos monotemáticos, de títulos tan desmoralizadores como Para un papá muy especial, Gracias a un papá muy especial y Para el mejor papá del mundo. Precio: 5,95 euros. Los hojeo. Una terrorífica emoción me embarga: dibujos infantiles con mensajes escritos por niños. Ejemplos: "Es muy divertido jugar con mi papá porque siempre le gano" o "El mejor sonido de la niñez era el de tu llave en la cerradura". Se produce entonces un momento de ablandamiento anímico. Recuerdo que, en efecto, esas sensaciones me son familiares y que, probablemente, yo también escribí felicitaciones parecidas. Pero resisto la tentación de la nostalgia y me alejo a toda prisa.
Se hace de noche. Las ventanas de los edificios se iluminan como las cuadrículas de un complejo crucigrama. En los bares, algunos padres se mantienen firmes. Me uno a ellos. Vemos ganar el Barça en Newcastle. Cuando regreso a casa, muy tarde, el silencio es total. Procuro no pasar por el comedor para no tropezarme con la felicitación o el regalo (¿un teléfono móvil?, ¿un nuevo vibrador para mi colección?). De puntillas, me acerco a las habitaciones de mis hijos. Entreabro la puerta. En las películas, los padres suelen sonreír con contenida y cursi emoción, pero a mí me da un ataque de angustia. Todavía lo ignoro, pero en ese mismo momento empieza la guerra. Duermo poco y mal, y sueño con un mundo futuro con hipotecas mutantes, guerras para parados y virus preventivos en el que echaremos de menos los tiempos en los que se celebraba el dichoso Día del Padre.
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