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La hora de la verdad

Condoleezza Rice es hija única, inteligente, aplicada y ambiciosa. Culminó su carrera académica con una cátedra de Ciencia Política en la Universidad de Stanford. Es además, sin duda, una mujer con fuerte personalidad. Seguro que habría dado vida a la protagonista de La mujer del predicador con mayor autoridad que Whitney Houston. Tiene mucho más cuajo. Hay que tomarla, por ello, en serio. También cuando dice, refiriéndose a la crisis con Irak, que ha llegado "la hora de la verdad". No sabe ella cuán ajustada resulta esta expresión desde la perspectiva de los españoles. Porque la hora de la verdad es, en el mundo de los toros, aquel instante decisivo del tercer tercio de la lidia en el que, trasteado y puesto en suerte el toro, el diestro se dispone a entrar a matar. Bien es cierto que en la plaza el torero se vacía sobre el toro, de modo que éste también tiene la posibilidad de cogerlo. Se da por tanto una confrontación que, si no es de igual a igual, sí otorga por lo menos alguna posibilidad a la parte más débil. Piénsese por ejemplo en Manolete, que murió empitonado al tiempo de entrar a matar por el mismo toro -Islero- al que él también mató en su postrer volapié. En cambio, en la guerra contra Irak, el atacado carece de la menor posibilidad de vender cara su suerte. Menos mal, porque los diestros que integran el cartel y se han reunido en las Azores, antes de comenzar el festejo, no son precisamente unos primeros espadas, y tampoco sus cuadrillas añaden un adarme de solvencia.

Los 'tres de las Azores' están ante la hora de la verdad, mientras la ONU se erige como el referente jurídico internacional

George W. Bush pertenece a aquella estirpe de diestros sin conocimientos ni arte, que suplen su falta de técnica con una decisión ciega que es fruto de la impericia y ocultan su carencia de gracia con un falso desparpajo populachero. Son, en el fondo, broncos y malcarados. Por ello, su carrera suele terminar de manera abrupta, pues el público ni los valora ni los quiere. Un espeso olvido termina por cubrir su trayectoria.

El caso de Tony Blair es mucho más lamentable, porque pertenece a aquel grupo de elegidos que hacen compatible el talento con la gracia. Saben el oficio y, además, la fortuna les ha sonreído al dotarles de la capacidad de infundir a su quehacer una vibración y un entusiasmo contagiosos. Sólo tienen un defecto: pueden ser víctimas de su misma facilidad. Cabe que crean, en un determinado momento, que tienen sobrados recursos para llevar al público por donde quieran. Y al proceder así, olvidan que siempre hay unos límites que el respetable no sobrepasa.

José María Aznar se encuadra en otro apartado. Pertenece a un subgrupo de la escuela castellana, en el que la seriedad solemne se transmuta en mueca, la profundidad de la lidia en hieratismo forzado y el valor discreto en desplante altivo. No suelen ir sobrados de recursos y confunden el arte con el amaneramiento.

Éstos son los diestros. No se prevé que ninguno de ellos pueda contribuir a que la corrida que se avecina tenga el carácter de histórica. Mas bien parece que su futuro será semejante al de aquel matador que, interrogado acerca de la reacción del público después de una mala faena, respondió impávido: "Ha habido división de opiniones". "¿Cómo?", le contradijo extrañado su interlocutor, que conocía la magnitud del desastre. "Sí", insistió el diestro, "hubo división de opiniones: unos se acordaron de mi padre y otros se acordaron de mi madre". Así parece que va a concluir la lidia cuyo pronto inicio invocaba hace poco Condoleezza Rice con la claridad -no reñida con cierta contención formal- que le es característica.

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Así las cosas, la pregunta es ¿hay que dejarse llevar por el desencanto? La respuesta debe ser negativa porque, más allá de la obscenidad de toda agresión disfrazada bajo el piadoso nombre de guerra preventiva, lo cierto es que la triste aventura protagonizada por la terna de marras ha producido un doble efecto benéfico.

En primer lugar, ha demostrado que, pese a su precariedad, las Naciones Unidas son la base sobre la que se ha de ir construyendo el orden jurídico internacional, aún hoy incipiente y precario. Piénsese que, no obstante sus limitaciones, han domeñado durante un tiempo el orgullo del poderoso y sus acólitos, obligándoles a buscar un consenso que se les ha negado, y han servido de caja de resonancia de las opiniones contrarias a sus arrogantes postulados. El resultado de todo ello es que quienes se disponen a desencadenar una guerra de agresión contra un país miembro sin contar con la autorización del Consejo de Seguridad van a tener que asumir sus responsabilidades en solitario, sin que puedan diluirlas en un Fuenteovejuna planetario.

Y en segundo término, la reacción popular en todo el mundo contra la guerra prueba que estamos ante la emergencia de un fenómeno de consecuencias enormes y aún por evaluar en su exacta dimensión: la aparición imparable de una opinión pública global contra la que va a ser imposible enfrentarse en el futuro. Seguro que no se contaba con este efecto benéfico de la globalización, pero ahí está, espontáneo y magnífico.

Se avecinan días tremendos. Muchos inocentes morirán. La historia habrá terminado para ellos sin que, seguramente, las responsabilidades por su martirio se diluciden nunca. Pero, sin olvidar la miseria moral que ha hecho posible este drama, hay que hacer germinar en el futuro la semilla del orden jurídico internacional que ya está echada. Y para ello, el impulso de la gente que ha salido a la calle en todo el mundo pidiendo paz será decisivo. Frente a la fuerza, la norma.

Juan José López Burniol es notario.

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