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Culpa

Manuel Cruz

El término culpa, como es sabido, admite diversas acepciones. En lo que sigue voy a dejar de lado la acepción objetiva del término -la que hace referencia, por ejemplo, al hecho de que podamos imputar a alguien la comisión de un delito, en la forma en que este procedimiento viene reglado en la esfera jurídica- para centrarme en la acepción subjetiva del mismo o, si se prefiere, en lo que se suele denominar el sentimiento de culpa. Sentimiento que, de manera provisional y sin excesivas pretensiones categoriales, bien pudiera quedar definido de la siguiente forma: malestar que experimentamos al transgredir con nuestros actos alguna norma o principio en el que creemos.

Repárese en que esta definición no alude solamente a normas o principios de orden moral, sino de cualquier orden. Un vendedor, pongamos por caso, puede considerar que en la esfera de su trabajo las reglas del juego establecen con claridad que debe intentar persuadir al hipotético comprador de que adquiera el producto más caro o el que más margen de beneficio le deja, y no siente el más mínimo cargo de conciencia por actuar de esta manera. Pero si un día un amigo o un familiar próximo le pide consejo sincero en su calidad de especialista en un cierto ramo y, en vez de responder a la confianza en él depositada, aplica al ámbito privado los criterios que utiliza en el laboral, sugiriéndole a esa confiada persona que adquiera algo que realmente no le conviene ni necesita, es altamente probable que termine experimentando el malestar al que hacía referencia nuestra provisional definición.

No nos gusta que nos hagan sentir culpables, cuando deberíamos considerarlo una alerta frente al mal

Pues bien, parece un dato de hecho difícilmente discutible que en nuestra sociedad la idea de culpa así entendida tiene mala imagen. Tal vez sea debido a la asociación que suele hacerse entre la misma y el castigo (y la subsiguiente represión) o a algún otro motivo análogo, pero lo cierto es que la mera mención de la palabra tiende a generar espontáneamente una reacción de honda antipatía, cuando no de abierto rechazo. Así, se ha convertido en un reproche habitual censurarle a alguien que con sus palabras o con sus actos nos haga "sentir culpables", dando casi por descontado que semejante reacción es una de las mayores heridas que otra persona nos puede infligir. En el mejor de los casos -esto es, en el supuesto de que sea el propio individuo el que se mortifique con la mala conciencia por su propia conducta- el registro de la culpa nos puede generar una cierta ternura, fronteriza con la compasión. Es lo que sucede cuando sonreímos ante las cuitas neuróticas de ese personaje emblemático no sólo de nuestro tiempo en general, sino también de la cultura judía en particular (cuna del concepto en cuestión, dicho sea de paso), que es Woody Allen. Nos compadecemos, solidariamente, de él, pero dando por descontado que lo mejor que le podría suceder es que consiguiera liberarse de una vez por todas de tan gravoso registro interior.

Quizá conviniera, como en tantas otras ocasiones, hacer el experimento de intentar cambiar el contexto de aplicación para comprobar si, entonces, el concepto merece mantener la misma valoración. Pensemos, por ejemplo, en uno de los episodios más oscuros pero al mismo tiempo más definitorios de las terribles contradicciones que atravesaron el siglo XX: el Holocausto. Una de las circunstancias en mayor medida inquietantes de dicho episodio la constituye justamente el hecho, de sobras conocido hoy, de que buena parte de los oficiales de los campos de exterminio -tipos cultos y refinados muchos de ellos, capaces de pasar largas veladas en sus barracones deleitándose con la mejor música clásica alemana- vivían en medio de aquel horror sin experimentar el más mínimo sentimiento de culpabilidad. Eran tipos sin alma -desalmados, en sentido propio- precisamente porque no conocían la culpa. (Aunque aceptaría, sin reserva alguna, que alguien me observara que no hace falta ir tan lejos para encontrar ejemplos análogos. Es cierto: también hoy, bien cerca de nosotros, bárbaros felices regresan a sus hogares, al caer la tarde, sonrientes y satisfechos, orgullosos de la atrocidad cumplida). Quizá la culpa sea a la condición humana lo que el dolor al cuerpo: el mecanismo de supervivencia que nos advierte del peligro que nos acecha. Desventurados aquellos que no perciben el mal que ha comenzado a habitar en su interior, porque están condenados a ser devorados por él.

Manuel Cruz es catedrático de Filosofía en la Universidad de Barcelona.

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