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Columna
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Como antes

Me llega una suerte de nostalgia cuando aún estamos en el invierno y todavía no han brotado las primeras yemas en el tronco de las solícitas acacias. Un sentimiento inútil y premonitorio, si se me permite utilizar esos conceptos antitéticos. Mis ventanas dan a los antiguos bulevares, ese trazo grueso que va del Oeste al Este, y desde ellas contemplo con aprensión y esperanza a los árboles desguarnecidos, añejos postes que volverán a dar sombra en las aceras. Una suave y repetida congoja de no saber si nos llegarán la primavera y el estío, el corto plazo.

Aún hiela en los amaneceres aunque el terco y lejano Sol se nos coló entre las nubes derrotadas y las sombras que dibuja al atardecer son una pincelada gris sobre las terrazas amarillentas. El crepúsculo madrileño, durante los fines de semana recita una delicada belleza visto desde los pisos altos de las anchas avenidas. El vencejo, las golondrinas, quizás un atolondrado murciélago y las palomas se disputan el aire en un revoloteo alternativo. Entre las jornadas del sábado y el domingo, se hincha de un viento nuevo la ciudad y circula entre las testimoniales chimeneas, el pecho aplastado de las antenas parabólicas y las viejas lanzas, aún erguidas, de los ya anticuados enlaces de la radio.

La esbelta figura del Pirulí parece, en la distancia, colocada fuera del lugar que imaginamos y las torres de las mil iglesias ciudadanas han silenciado los campanarios o están amortecidas por el latente susurro del tráfico rodado. De vez en cuando, el arañazo acústico de una ambulancia desalada, sin horizonte, como el rastro de una bandera flameante y roja por las calles. Cuando llegan de puntillas las sombras sobreviene una imprevista tristeza que desazona a los viejos, a los solitarios, a los desamparados. No es lo contrario de la esperanza, ni tampoco el desaliento que lleva hasta el brocal de la memoria, un pozo ya cegado. Es el momento en que si nos miráramos al espejo nada veríamos, aunque quisiéramos estar allí dentro con otra cara, otro pasado, algún futuro. Por esas calles de ahí abajo anduvimos camino de la Universidad, detrás de una mujer esquiva, en busca de trabajo, heridos de ingratitud o avergonzados por alguna ruindad. Se nota la nostalgia de otros tiempos, casi siempre confundidos en el recuerdo, la lluvia que tamborileaba sobre nuestra efímera y hueca felicidad, el vigor o la buena fe perdidos, el idilio roto, nuestro cuerpo joven arruinado, mudanza de las cosas que son irremediables.

En esos recovecos nos sorprenden olvidados lances, como si los hubieran contado, hace tiempo, de otra persona. A veces suena dentro de mí una vieja canción, la más pacifista y melancólica que pudo darse. Todo el mundo conoce la melodía y el título, pero, ahora que lo pienso, contenía la amargura y la desesperación de un pueblo y unas generaciones condenadas sin remisión. La dice un soldado evocando la cita, bajo la farola del cuartel y la filosofía pesimista de aquella época se resume en el olvidado estribillo: "Wie einst, Lilí Marlen", como antes, Lilí Marlén. No fue una canción guerrera, ya estaba compuesta antes de que se produjera la II Guerra Mundial, ni especialmente para un pueblo que dispone de muchas al efecto y no se sabe por qué resultó adscrita a uno de los campos enfrentados. Cadenciosa, triste, patéticamente referida a momentos aún cercanos, en añoranza viva y doliente.

Además, creo recordar que la entonaron en los dos bandos, hasta que la adopta, como si la hubieran escrito para ella, la voz ronca de Marlene Dietrich. Es la patética reflexión de alguien metido en un terrible conflicto que quiere volver al pasado reciente. Una premonición derrotista que no sé cómo la dejó pasar la censura de entonces. Intenten compararla con un pasodoble, tiene más de marcha fúnebre.

Las guerras son inevitables, porque si pudieran evitarse no las habría; suponen los costosos tropezones que han hecho avanzar a la humanidad, de lo que pocas dudas hay. Quizá las más justificadas sean las promovidas por razones de economía política, raras veces confesables, y la paz, harto dicho está, era un cese transitorio de las hostilidades. Quería el soldado que las cosas fueran como antes, pero las cosas nunca vuelven a ser como fueron, ni en la batalla ni en la vida corriente. Nadie vuelve sobre sus pasos, nadie.

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