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Columna
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Lazos y líneas

Temían los franceses, hace como setenta años, el desquite de los alemanes derrotados en la primera Gran Guerra, y construyeron la llamada línea Maginot de defensa para protegerse de una posible invasión. El miedo francés estaba más que justificado: la barbarie nacionalsocialista, y su teoría de los espacios vitales, detentaba el poder en Berlín; se había revisado el Tratado de Versalles; se había ocupado la Renania desmilitarizada; se había reincorporado el Sarre al Reich, y se había enviado a tomar viento fresco la política de seguridad colectiva en Europa, apoyada por Francia. Al final, y como es conocido, los estrategas militares germanos, armados hasta los dientes, atravesaron la línea Weygand, esquivaron la línea Maginot y ocuparon media Francia y parte de la otra media. Pero nuestros vecinos galos no andaban equivocados: la invasión se produjo y ellos intentaron evitarla mediante la fortificación de líneas defensivas...

De unos meses acá y sobre todo en Europa, cunden la zozobra y el temor a guerras e invasiones, cuyas secuelas nadie puede predecir. No hay cristiano, moro ni judío con sesera en este viejo continente, a quien no se le inquiete el ánimo cuando oye hablar de bombas inteligentes, de movimiento de miles de soldados alrededor de las reservas mundiales de petróleo, de decenas de buques de guerra y aeroplanos que no lucen precisamente en sus alas la paloma de la paz. No hay romano ni cartaginés con sesera en esta Europa, que tanto cuesta construir, a quien no se le revuelva el estómago ante la división entre los del eje del bien y los del eje del mal, que hacen algunos de nuestros políticos, ni tan siquiera cuando hablan del sanguinario dictador que rige los destinos de Irak. Que dictadores sanguinarios los hubo y hay, asesinaron de forma masiva, y no intervinieron para nada los que ahora se ubican en el eje del bien.

Pero ahí están la inquietud, la zozobra y el miedo a invasiones y guerras: en la calle, delante de las imágenes del televisor y en los boletines informativos de radio. Y los valencianos, provenzales y daneses no lo habíamos previsto, ni tuvimos tiempo para levantar una real o imaginaria línea Maginot para parar aquello que los políticos sin sesera tienen previsto y consideran inevitable.

La pacífica pólvora festiva que estalla estos días en Castellón, en Valencia y en tantas otras localidades de esta tierra, que lo fue un día de moros, cristianos y judíos, se ve envuelta este año de temores individuales y colectivos, de gritos sin ira que piden la paz. De impotencia porque otros deciden por nosotros enviar soldados al Golfo Pérsico o prestar las bases. Y frente a esos otros sólo queda el gesto cívico, el lazo negro que la Plataforma contra la guerra de la capital de La Plana aconseja que llevemos colgando en nuestros blusones romeros o falleros. Cuando se recuerde, si se recuerda, el desquiciado ambiente en que transcurrieron las fiestas principales, quizás sólo nos quede en Castellón la imagen de Francesc Arnau, el poeta y ganador de certámenes literarios y flores naturales. El sábado y en una de esas celebraciones en honor de cortes, reinas y damas, delante del alcalde y potestades locales, leyó unos versos en fresco y normativo valenciano, luciendo en la solapa de su chaqueta la leyenda de no a la guerra. Es harto improbable que el eslogan en la pechera del vate haga cambiar los planes de los estrategas del Pentágono: el adhesivo no era, ni es, la línea Maginot. Pero es la inquietud y dignidad europea en días festivos valencianos.

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