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Columna
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Demasiadas corbatas rosas

Desde hace meses sigo fascinada la exhibición de corbatas rosas de nuestros hombres públicos. No sé quién debía de inventar esa moda, tal vez Oriol Bohigas, pero ha acabado causando estragos hasta el punto de que no resulta fácil distinguir a algunos ministros (Arenas, Acebes, Michavila, Piqué y hasta Rajoy y Rato, aunque uno lleve barba y el otro sea calvo) de los presentadores de los telediarios de TVE-1 y Antena 3. Aznar últimamente prefiere las corbatas azul claro. Todo eso es muy fácil de saber: esa gente está todos los días en los telediarios, así que, de forma habitual, se produce un impactante desfile de negras noticias vestidas de corbatas rosadas.

El ejemplo de estos hombres notorios ha creado una verdadera plaga de corbatas rosas entre los populares, hasta el punto de que la corbata rosa se ha convertido en un claro signo identificador: ellos van de rosa.

No tengo nada contra el color rosa. Al contrario. Aunque el rosa marcó a las niñas de mi época, fue también la imposición más soportable. Hitler nunca hubiera llevado, por ejemplo, una corbata rosa. Y me alegra que lo hayan hecho suyo los hombres, aunque esa presencia del rosa en determinadas corbatas me resulta retórica. Una retórica que exhibe una suavidad, una complicidad con lo femenino y una capacidad de aceptar novedades que en modo alguno se corresponden luego con los hechos y las palabras de quienes se parapetan tras la alegre tela rosa. Declarar la guerra, descalificar a la oposición y estar a favor de la ley del más fuerte choca con el sentimiento festivo del color rosa. Y los presentadores de esas televisiones nos cuentan los males del mundo, quizá para evitar lo peor, protegidos por el fetiche -¿fetiche político?- de su corbata rosa.

Es posible que por esta inexplicable y ya larga plaga, resulten tan fascinantes las corbatas rosas. Por cierto, un estilo completamente español, sin parangón en el mundo, aunque el señor George W. Bush, alguna vez, se ha dejado ver tras una discreta corbata rosa, pero él no exhibía esos brillos rutilantes que ofrecen las de nuestras celebridades políticas y televisivas. Porque el rosa de las corbatas españolas es un verdadero desafío a todo orden estético y, dada su incansable presencia en nuestras teles gracias a los populares, acaso tengan, por sí mismas, la misión de ser símbolos de irreductibles principios asimismo inmutables. Ese rosa en las corbatas es, tal vez, el perfecto camuflaje del apoyo a un unilateralismo feroz y una forma de hacernos digerir lo indigerible. Tras lo rosa de las corbatas y las explicaciones azucaradas aparece, como hemos podido comprobar reiteradamente, la marea negra del Prestige o el mensaje bélico más oscuro.

Todo lo negro, pues, se nos envuelve en color rosa. Hasta la ley de la selva va, aquí, vestida de rosa y conforma un espectáculo fastuoso oír palabras de guerra y ver gestos de reconcentrada prepotencia en esos estáticos caballeros que se hacen notar por el rosa de sus rutilantes corbatas. El efecto primario y subliminal de este conjunto no sería el mismo si llevaran corbatas rojas, o grises o discretamente azules. Lo rosa moderniza, diluye contundencias, da ese toque sentimental, algo hortera, al drama que esconde y confirma esa escisión entre forma y fondo, entre lo aparente y lo real, entre lo que digo y lo que hago. Es ahora, en suma, el color de la hipocresía.

He oído a algún tertuliano de Radio Nacional de España decir reiteradamente, estos días en que la guerra todo lo contamina, que los franceses son unos cursis. Unos cursis y unos hipócritas que se atreven a querer un mundo multilateral, en el que se escuchen voces e ideas plurales. Y es que, gracias a las corbatas rosas, lo que se quiere es convencernos de que somos los nuevos árbitros de la moda. Nada más unilateral que la moda, claro. Todo encaja. El luto es rosa.

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