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ARQUITECTURA

Juegos de construcción

El Monopoly no es un juego de construcción: es un juego inmobiliario. Gana el que consigue situar casas y hoteles en los mejores barrios de la ciudad, arruinando a los demás participantes con sus peajes codiciosos. Los prismas, cilindros, pirámides y arcos de madera pintada que componían los viejos juegos de construcción -similares en su concepto a los míticos bloques de Froebel que figuran en la infancia de tantos maestros modernos, de Wright en adelante- educaban al niño en el orden geométrico y el equilibrio estático; en contraste, las casitas y los dados del Monopoly entrenan al joven en las estrategias inversoras y los riesgos aleatorios, suministrando un modelo más dinámico, verídico y cínico de la ciudad contemporánea, un territorio gobernado por el dinero y el azar. Frente a las construcciones verticales de arquitecturas desafiantes y simbólicas, el paisaje horizontal de los juegos inmobiliarios representa bien el urbanismo de las fuerzas económicas y el consumo compulsivo, un mundo donde la ruina no significa el desplome físico de las piezas ambiciosamente apiladas sino el colapso financiero de los edificios desafortunadamente adquiridos, y una pugna competitiva a la que podría aplicarse la frase contundente de Daniela Rossell, la fotógrafa de Ricas y famosas: "Gana quien muere con más juguetes".

El joven equipo basa sus proyectos en la capacidad de producir complejidad con elementos sencillos

Desde el aire, el conjunto Hageneiland se asemeja a un tablero de Monopoly, con sus casitas modulares de colores vivos colocadas sobre las casillas repetidas de un solar perfectamente regular, manifestando la mezcla de azar y deliberación que corresponde al juego. Levantado en los terrenos de un antiguo aeródromo próximo a La Haya -lo que explica su exacta geometría y horizontalidad, algo por lo demás frecuente en los paisajes fabricados de una Holanda de pólderes-, el islote residencial se reserva a los peatones, situando los aparcamientos en el perímetro, y distribuyendo las viviendas en piezas de una, dos y hasta ocho unidades que se sitúan con homogénea irregularidad sobre cuatro bandas de la misma anchura para formar una aldea ordenada y onírica. En ella, la rigurosa repetición del sistema constructivo -hastiales y muros medianeros de hormigón entre los que se colocan carpinterías y fachadas normalizadas- se palia con una combinación de revestimientos de materiales y colores diferentes -baldosas cerámicas, tejuelos de madera, chapas de aluminio y paneles de poliuretano- para componer un conjunto de extraña seducción, ingenuo y metafísico, estricto y estocástico, amable y arquetípico como un dibujo infantil, pero también caprichoso como el campamento fortuito de un rey de cuento.

Esta obra del estudio de Rotterdam MVRDV (Winy Maas, Jacob van Rijs y Nathalie de Vries), seleccionada como una de las cinco finalistas del Premio Mies van der Rohe que se falla la primera semana de mayo, es parte de la trayectoria experimental de un joven equipo que en poco más de diez años de actividad ha producido un turbión de proyectos memorables -desde las secciones alabeadas de la sede de la cadena de televisión VPRO y las cajas en voladizo de las viviendas WoZoCo hasta la superposición surreal de paisajes en el pabellón holandés de Hannover-, basados todos en la capacidad de producir complejidad con elementos sencillos, que se barajan y compactan en combinaciones casuales o maclas laberínticas; un procedimiento que proviene tanto del daliniano método paranoico-crítico de su maestro Rem Koolhaas como de las experiencias antropológicas en los años cincuenta de Aldo van Eyck o Alison y Peter Smithson (este último tristemente desaparecido la pasada semana), que intentaron, en la senda del homo ludens de Huizinga, hacer de la arquitectura un juego serio. La misma mixtura de precisión y delirio está presente en otra realización residencial reciente del equipo, un gran bloque de apartamentos bautizado como Silodam, que sobre un muelle industrial de Amsterdam agrupa una mareante variedad de viviendas en una colosal pieza monolítica, donde el rigor prismático se reviste con un inesperado collage de tipos de fachada, ritmos de fenestración, materiales, colores y texturas para construir un objeto insólito cuyo patchwork remite al pintoresquismo de la ciudad holandesa tradicional, pero también al juego surrealista de los cadáveres exquisitos.

El racionalismo alucinado de MVRDV alcanza un paroxismo provisional con su proyecto de City Container para la Bienal de Arquitectura de Rotterdam, un apilamiento de contenedores misteriosamente ingrávidos que en su esquematismo cándidamente cromático interpreta las viejas obsesiones modernas sobre la normalización industrial de la arquitectura con futurismo de videojuego y estética de guardería. Pero esa alegría impostada que finge aliviar la anomia oprimente de la urbanidad contemporánea resulta al cabo producto de la misma infantilización edulcorada que Disney o Las Vegas, y contrasta con las genuinas ciudades de contenedores que proliferan en las aglomeraciones del Tercer Mundo y las periferias del primero: escenarios de supervivencia donde personajes tan desvalidos e íntegros como El hombre sin pasado de Aki Kaurismäki protegen su dignidad entre paredes de chapa; o recintos de reclusión como el Campo Delta de Guantánamo, construido con contenedores estándar de acero por trabajadores indios y filipinos al servicio de Halliburton (la antigua compañía del vicepresidente norteamericano Dick Cheney), y donde los talibanes apresados en la campaña de Afganistán permanecen indefinidamente en el limbo jurídico de una base del Ejército estadounidense cuyo riguroso orden material enmascara el escandaloso desorden legal de su persistencia.

Para cualquier arquitecto, la

lógica extrema de la construcción militar -lo mismo que el funcionalismo disciplinado de las estructuras fabriles o las obras de ingeniería- posee el atractivo agridulce de la necesidad, y acaba siendo tan hipnótica como la perfección feroz de las máquinas de guerra. En estos días de vísperas bélicas, los medios nos transmiten con admiración no disimulada la formidable logística de un titánico Ejército expedicionario, y vemos en pantallas y periódicos la construcción de ciudades instantáneas: los campamentos de balloon-frame forrada de lona en Kuwait, los barracones prefabricados de madera en la base de Rota, las grandes tiendas de hospital y las elaboradas tiendas de mando que han sustituido, con su eficacia textil, las roulottes erizadas de antenas de la guerra del Golfo. El espectáculo coreográfico y ominoso de una ciudad militar en movimiento nos golpea con la violencia plástica de los galpones y contenedores habitados en las ciudades juguetonas de los jóvenes holandeses, pero la fascinación se torna en desaliento cuando los acontecimientos se precipitan hacia un fatal desenlace, y cruzamos los idus de marzo con la convicción angustiosa de que los juegos de construcción eran sólo un preludio de los juegos de guerra.

Durante estos días hemos sabido también que Daniel Libeskind -convertido en el traumatólogo simbólico de Occidente tras el éxito de su Museo Judío de Berlín- reconstruirá el World Trade Center neoyorquino con un proyecto comercial y elegiaco someramente decorado con diagonales y fracturas, y hemos constatado con frustración que, incluso en el solar emblemático de ese terror moderno que Sloterdijk ha excavado hasta sus fuentes atmosféricas en los gases venenosos de la Gran Guerra, los juegos de arquitectura son a la postre juegos inmobiliarios. La Zona Cero de la Babel de Manhattan no ha sabido conservar su corazón en barbecho como un memorial de aire tembloroso, mientras la Babilonia sentenciada de Bagdad aguarda que la cólera del imperio descargue una tormenta de fuego sobre las futuras zonas cero donde se gestará el terror de una era de plomo.

Conjunto residencial Hageneiland, en La Haya, del estudio MVRDV.

Arriba, City Container, un proyecto de MVRDV; abajo, el Campo Delta de Guantánamo.
Conjunto residencial Hageneiland, en La Haya, del estudio MVRDV. Arriba, City Container, un proyecto de MVRDV; abajo, el Campo Delta de Guantánamo.HISAO SUZUKI

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