Conversación interrumpida
"¿Qué era eso tan importante que me querías decir?", preguntó ella, mientras se zampaba aquel pincho de rabo de toro glaseado. Puede que mi opinión fuese algo realmente importante. Tantos momentos de cavilación no podían sino conducir a repetir un blanco congelado para acumular arrojo y aprovechar una buena ola de verborrea, en el momento justo y el lugar adecuado. De manera que ya tenía las cuerdas vocales dispuestas, preparado para expresar mi opinión, cuando llegó un vendedor ambulante de mecheros. "Mechero-mechero-mechero", fue su reiterada consigna. Como le dijimos que no queríamos, pidió un cigarrillo poniendo sus dedos sobre los labios, a lo cual ella contestó que solo tenía tabaco negro. Como por lo visto sus pulmones sólo admitían el tabaco rubio, el tipo hizo un gesto negativo y se marchó sin decir esta boca es mía.
Bien. Antes de que cayese otro pincho de Vouvelle Cuisine tenía que aprovechar mi oportunidad. Aspiré aire, y justo cuando la primera vocal comenzaba a salir de mi laringe, por concretar, lo que en realidad apareció de no se sabe dónde fue una enorme mano abierta delante de nuestras narices. Esta vez ella no ofreció su tabaco, previendo que seguramente el hombre preferiría el rubio, americano a ser posible.
Cuando el mendigo se fue, pedimos otra ronda. Qué carajo. Juro que no tardé mucho en beber un sorbito de blanco y en abrir la boca para empezar a hablar, a expresar mi maldita opinión, cuando llegó un hombre tocando un acordeón. Su acompañante puso una taza de metal a la altura de nuestro rostro. El bar vibró, porque no hay otra manera de expresarlo, a los sones del alegre acordeón. "¿Qué era lo que querías decirme?", articuló ella, por segunda vez, a grito pelado. Yo pedí un poco de tiempo hasta que los músicos se fuesen. Tras un concierto relámpago, los hombres se marcharon a otro horizonte donde los mortales se comportasen más generosamente.
Mi discurso pasó a segundo plano, y comenzó a interesarme aquel fenómeno extraño. La cuestión era probar de una forma clara que cuando intentaba decir "esta boca es mía" una caterva de mendicantes y vendedores ambulantes irrumpía en escena, como si no quisieran que pronunciase aquellas palabras. Reflexioné que el mundo es un pequeño teatro, sí, pero lleno de acomodadores, aunque no sé si esto viene mucho a cuento. Miré de izquierda a derecha, y abrí los labios varias veces, de mosqueo, como si fuera a empezar a hablar. Una vez estuve seguro de que por fin nos habían dejado en paz, me dispuse a expresar lo que había estado intentando decir durante toda la mañana.
Entonces llegó aquel vendedor de barato-barato, y lo comprendí todo. Era el destino. Alguna fuerza sobrenatural intentaba evitar que yo dijese una gilipollez. En consecuencia, le compré un reloj de pared con el escudo del Athletic bordado en petit point, y una venus africana de pechos colgantes. Estreché su mano, y no le di un abrazo porque dios no quiso. Sin embargo, de poco valió la cosa, porque cuando se fue, ella insistió: "¿Qué era eso tan importante que me querías contar?"
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