Rossini en la piscina
El Festival Mozart de A Coruña se apuntó en 2000 un gran éxito con el estreno en España de Il viaggio a Reims, en un montaje de Lorenza Codignola bajo la batuta de Alberto Zedda. El Liceo se suma ahora a la recuperación de esta curiosa ópera de circunstancias -en realidad, una cantata escénica sin ambición teatral, disfrazada tibiamente de dramma giocoso- escrita por Rossini en 1825 para celebrar la coronación de Carlos X en Reims. Ante la debilidad del libreto, Zedda, gran experto rossiniano, describe el híbrido escénico como "una auténtica pasarela del bel canto". Tiene bastante razón. La supremacía del canto sobre el casi inexistente teatro es tan rotunda que sólo cabe rendirse ante la inspiración canora derrochada por Rossini en un antológico catálogo de arias, dúos y concertantes.
Il viaggio a Reims
De Gioachino Rossini. Libreto de Luigi Balocchi. Intérpretes principales: María Bayo, Mariola Cantarero, Elena de la Merced, Paula Rasmussen, Josep Bros, Enzo Dara, Nicola Ulivieri, Kenneth Tarver, Simón Orfila y Ángel Ódena. Coro y Orquesta del Liceo. Director musical: Jesús López Cobos. Director de escena: Sergi Belbel. Escenografía: Estel Cristià y Max Glaenzel. Vestuario: Javier Artiñano. Iluminación: Albert Faura. Coreografía: Keith Morino. Producción del Teatro del Liceo. Teatro del Liceo, Barcelona, 10 de marzo.
El Liceo jugó las mejores bazas apostando por Jesús López Cobos y Sergi Belbel como máximos responsables del estreno catalán. El primero alcanzó la gloria en su tardío debut en el coliseo lírico barcelonés -resulta increíble que nunca hubiera actuado ahí la batuta española de mayor proyección internacional- con una inspirada y experta dirección que fue el auténtico lujo de la velada. Belbel se estrenaba en el mundo de la ópera y aprobó con buena nota, pero sin merecer matrícula de honor.
Acertó Belbel en lo más difícil al situar la acción en un balneario, con una piscina de 14 metros en el escenario y el foso transmutado en un simulacro de piscina. El concepto clave del montaje funciona: ver a los personajes tomando sus baños en aguas termales, masajeados y cumplimentados por el atractivo personal del balnerario, asegura la diversión. El otro concepto clave -"hacer una lectura de la historia de Europa", según palabras del propio Belbel- se tambalea por la inconsistencia del libreto.
Los viajeros que acuden al balnerario de Madame Cortese son unos trasnochados aristócratas que acumulan los peores tics de exaltación patriótica de sus respectivos países. Belbel los viste con los colores de sus banderas nacionales en trajes de baños, albornoces y sombreros. No es que hiciera falta -la música ya los ridiculiza bastante-, pero la idea procura divertidos gags. Peor funcionan las acciones fuera del escenario: para que surtan su efecto hay que verlas, y eso no siempre ocurre en una sala en forma de herradura como el Liceo: mientras los que ven se ríen, el resto se queda en la inopia.
Aunque los baños y masajes disparan la libido, Belbel opta por el recato escénico: la regla de oro parece ser complacer a todos sin ofender a nadie, ni por pecado, ni por omisión. De tan blanca, la comedia se diluye y queda al descubierto un armazón teatral que promete más de lo que ofrece. Un punto de locura no le vendría mal al montaje, que queda aprisionado por un movimiento escénico orquestado con respetuosa timidez. En la segunda parte -imposible de solucionar con argumentos teatrales-, Belbel introduce, con mejores intenciones que resultados, una inquietante reflexión sobre la vieja Europa marcada por las guerras, pasadas y por venir. La pomposa fiesta, en la que el desfile canoro de los aristócratas parece un Festival de Eurovisión avant la lettre, pierde su clima de estúpida felicidad con la proyección, técnicamente mal resuelta, de cuadros y fotografías que recuerdan las guerras pasadas y sus protagonistas políticos. El muestrario se cierra con una foto del presidente de EE UU, George W. Bush.
López Cobos, que sacó el mejor partido posible a la orquesta y coro del teatro, acompañó con mimo al extenso reparto en un trabajo de equipo impecable. Faltó, y esto es decepcionante en una obra de suculento virtuosismo, mayor brillo individual. La exquisitez de María Bayo y Josep Bros, la gracia y desparpajo de Mariola Cantarero, y el aplomo de Elena de la Merced, Paula Rasmussen y Nicola Ulivieri dejaron más huella en un irregular reparto en el que a veces faltó la pirotecnia vocal prescrita por Rossini. Eso sí, Enzo Dara se metió a todos en el bolsillo haciendo lo que mejor sabe hacer: de Enzo Dara. Lo hizo en el más celebrado montaje de la obra, firmado por Luca Ronconi y Claudio Abbado, y lo repitió en el Liceo.
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