Pero ¿qué aplaude esta gente?
Sólo un gobierno tan alegre y combativo como el nuestro puede estallar en aplausos como si estuviera en los toros celebrando una votación que sirve de excusa para entrar en una guerra atroz
Comparanzas
El jefe de la cosa popular imposta la voz parlamentaria a fin de evitar los gallos para advertirnos en tono airado de que Sadam Husein es casi que como Hitler. La comparación es gráfica, pero inexacta, por razones que no será necesario explicar. Llama más la atención otro asunto, que es la amnesia deliberada acerca de las hazañas del general Franco en la lista de dictadores sanguinarios del pasado y del presente, un Jefe de Estado que tampoco se privó de ir contra su pueblo ni de asesinar de cualquier manera a la mayor cantidad posible de opositores interiores, además de llevar a cabo purgas tan severas en su intención y su propósito como las de Stalin, aunque conformes a su talla, como bien recuerdan los falangistas desvelados por los luceros que terminaron por quedarse con lo puesto, y que no consideró necesario invadir Francia porque esa tarea ya la había llevado a término su aliado. Hitler, precisamente.
Agua aguada
La famosa injusticia poética hace que el presidente de una de las entidades convocantes del paellero acuático celebrado hace una semana en La Alameda se llame Aguado de apellido. Fuera de eso, cualquier persona sensible a los recursos de la razón humana debería ser contraria a la manipulación de los sentimientos en un problema tan serio como el del agua, ya que de Dénia hacia abajo las cafeterías hacen el café con leche con agua embotellada como excipiente necesario. Lástima -vienen a decir muchas de las personas que se dejan convocar alegremente por el partido en el Gobierno- que los socialistas se nieguen a que el agua que se pierde en las inundaciones del Ebro sea trasvasada, deslumbrante argumento de inocente fingido o embaucado que ni siquiera repara en la índole de esa falacia cuando le toca al Júcar depositar la destrucción en La Ribera.
Lo insoportable
A fin de cuentas, en los años de la infancia todavía era maravilloso ver los castillos de fuegos de artificio que se disparaban a medianoche en el paseo de La Alameda a cuenta de las Fallas, algo así como un punto y aparte sustanciado en una distancia mágica que desde el lado huertano del río venía a ocupar el lugar del sueño de un día repleto de emociones infrecuentes. Igual ese recuerdo idílico empieza a joderse cuando a los tenderos les da por instalar alarmas sonoras para defender su comercio, como si todo el vecindario tuviera que ser cómplice y víctima a la vez de sus temores, ya que a partir de ese instante en cuanto explota un petardo salta la alarma vecina, que para nuestra desgracia acústica emite un sonido más estridente y de mayor duración. A fin de cuentas, tampoco esta engorrosa fiesta interminable estuvo siempre tan en deuda con el estrépito inmotivado.
Blasco, Josep Lluís
Antes de encontrarse mal durante tanto tiempo, y aún entonces, Pep Blasco era una de las personas más risueñas de esta ciudad. Quiero recordar ahora las comidas diarias en el bar Chillarón, en el Xúquer, a las que siempre asistía con Josep-Vicent Marqués, Celia Amorós, Rafa Beneyto y Ernest García a mediados de los 70. Por una casualidad, escuché un día en el autobús una conversación que afectaba a su adolescencia, de modo que al llegar a comer le martiricé un buen rato diciéndole que ya sabía que en otra época era conocido como Blascus, cus, cus, el pirata, y durante varios meses estuvo dándome la vara para averiguar de dónde había sacado aquella remota apelación. Creo que nunca llegué a confiárselo, para acrecentar la intriga de una broma sin misterio, y hará como dos o tres años me lo encontré y aún recordaba, inquisitivo, aquel inocente episodio. En fin, ya nunca sabrá cómo lo supe. Y bien que lo siento, pirata.
Ni guerra ni nada
Es muy probable que el mundo sería algo mejor si a un tipo como Sadam Husein le fuera imposible ejercer ningún poder, a condición de que se admita que pueden aducirse los nombres de otros muchos sujetos merecedores de idéntica observación, entre los que cabría incluir el de George Bush mismo por su indudable peligrosidad. Mientras tanto, suena a broma pesada que al despliegue militar que va sitiando a Irak día tras día para una guerra ya decidida se sume la exigencia a la futura víctima de que se desarme del todo si quiere evitar un ataque previamente concertado. No creo que se conozca ejemplo igual de cinismo político a lo largo de la Historia: no sólo se disponen a perpetrar una gran matanza, sino que antes quieren obligar al enemigo a que destruya sus arsenales militares. ¿La solución? Que le den a Sadam Husein los miles de millones que se ofrecen a Turquía y uno de los cayos de Florida como residencia a cambio de su renuncia al ántrax, a la viruela, al sarampión y a la cólera.
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