Efectos secundarios
LA MAYORÍA DE LOS NUMEROSOS EJERCICIOS que tratan de anticipar las consecuencias económicas de la probable guerra contra Irak son necesariamente limitados en su alcance; se centran fundamentalmente en el propio desarrollo del conflicto: en su duración, en el eventual gasto en armamento adicional a los stocks actuales, en el impacto sobre los precios del petróleo y, los mas audaces, en la evaluación de las necesidades de reconstrucción. En mucha menor medida, esos análisis se extienden a los daños ya ocasionados, a la evaluación de las implicaciones adversas de la incertidumbre creada desde que el horizonte de confrontación empezó a cobrar cierta entidad, hace ya muchos meses. Mucho más difícil de cuantificar son los efectos secundarios de la confrontación política en el seno de los principales países industrializados derivada de las distintas posiciones ante el conflicto. A diferencia de la mantenida en enero de 1991, poco antes de la invasión de Irak, la última reunión de los ministros de finanzas del Grupo de los Siete, la pasada semana, ni siquiera llegó a considerar la posibilidad de un plan coordinado para abordar las consecuencias económicas de la guerra.
A partir del 11-S ya hubo restricciones a la libre circulación de las personas que ahora pueden extenderse a esos otros flujos de visitantes turísticos de gran trascendencia para economías como la española
El deterioro del libre comercio es el más relevante de esos efectos secundarios. Los antecedentes sobre el talante de esta Administración americana son reveladores. La elevación de las tarifas sobre las importaciones de acero y el incremento de los subsidios agrícolas se añadieron a esa larga lista de disputas comerciales con la Unión Europea de difícil conciliación con el progreso de la ronda de negociaciones comerciales definida en Doha y con el deseable crecimiento en el comercio internacional. Las objeciones estadounidenses al suministro de medicamentos considerados esenciales a los países pobres tampoco fueron señales favorecedoras del multilateralismo, condición básica para que el proceso de globalización deje de ser contemplado como una amenaza por esos países en desarrollo, que, recordemos, constituyen las cuatro quintas partes de los socios de la tambaleante Organización Mundial de Comercio. Un clima tal no es el mas propicio para alejar tentaciones de represalias comerciales sobre las exportaciones de países con posiciones distintas en el actual conflicto, como las ya observadas en algunos productos más o menos emblemáticos originarios de los países con posiciones políticas más definidas o en el libre movimiento de personas. Amparadas en el fortalecimiento de la seguridad, ya se pusieron de manifiesto a partir del 11 de septiembre restricciones a la libre circulación de las personas que ahora pueden extenderse a esos otros flujos de visitantes turísticos de gran trascendencia para economías como la española.
La incertidumbre prebélica ya ha creado distorsiones igualmente importantes en la libre movilidad internacional de los capitales, que, de agudizarse, pueden poner en peligro no sólo la muy precaria financiación de las economías menos desarrolladas, sino la no menos perentoria del creciente desequilibrio exterior estadounidense o, cuando menos, la composición de la misma. El reciente cuestionamiento por las autoridades alemanas de las evaluaciones realizadas por las agencias de calificación crediticia estadounidenses, y su concreta justificación en la mediatización creada por el desencuentro diplomático entre Washington y Berlín en torno a Irak, no es precisamente una anécdota. Como tampoco lo es que la decisión de entrada en el euro del Reino Unido, o al menos su planteamiento ante la opinión pública, dependa en gran medida del respaldo que obtendría el primer ministro de una victoria rápida de la guerra en ciernes.
Demasiados efectos secundarios y demasiadas similitudes con las perturbaciones sobre el sistema de relaciones económicas internacionales y los focos de inestabilidad que emergieron en aquellos años treinta del pasado siglo que abortaron el final de la primera gran globalización económica. Son episodios, en definitiva, que se añaden a esos otros de corrupción y juego sucio que han generado la más seria crisis de legitimidad del sistema económico. Efectos todos ellos mayoritariamente originados en el país al que hasta ahora se atribuía un liderazgo capaz de exportar una cultura económica que, para su completo arraigo, requiere de ese multilateralismo hoy en entredicho.
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