La soleá equivocada
Antonio Márquez bailó una soleá equivocada. Tenía muy poco de soleá, y casi nada de flamenco. Y la hizo larga, larguísima. Tanto, que al final ya estábamos deseando librarnos de ella. Quizá el error suyo ha sido poner un estilo de la gravedad que la soleá tiene en su repertorio de interpretación personal.
Se equivocó Márquez en algunas otras cosas, en el contexto de un espectáculo correcto en líneas generales. Correcto y convencional, pues acumula en el programa temas de obras anteriores suyas. De la Boda flamenca, por ejemplo, apenas queda un pequeño fragmento, seguramente para justificar el título, aunque recuerdo que la versión original del mismo Márquez era mucho más rica en posibilidades.
Preludio, zapateado y boda flamenca
Baile: Antonio Márquez, Trinidad Artíguez, Currillo, María del Mar Jurado, Dolores Pérez, Gemma Romero, Carmen Robles, Rocío Chacón, Daniel Valera, Álvaro Méndez, Jesús Lozano, Eloy Aguilar y Elías Morales. Guitarras: Diego Franco e Iván Palmero. Cante: Johana Jiménez y Manuel Gago. Flauta: Omar Acosta. Percusión: Amador Losada. Teatro Villamarta, Jerez de la Frontera, 7 de marzo.
No podía faltar el zapateado, número fuerte del bailarín, que lo hace con limpieza y brillantez, creando verdadera música con los pies en un alarde siempre impactante de técnica. El resto del espectáculo viene a ser una sucesión de números, en que los grupos de bailaoras y bailaores se mueven con buen son, siempre lujosamente ataviados como es norma en todos los espectáculos que él pone en pie. Es hombre que extrema el cuidado de los aspectos visuales en sus puestas en escena, vestuario y decorado principalmente.
Currillo, en el baile y la coreografía, ha sido parcialmente desaprovechado, mientras la primera bailarina, Trinidad Artíguez, defiende bien su presencia. En el grupo de músicos destacó una cantaora, Johana Jiménez, a quien desconocíamos y que supo transmitir emoción a un público sensible a su cante.
Antonio Márquez es un gran divo del baile, con una técnica importante y una disposición superior para saber vender su arte. Es un bailarín del exceso, abusando de actitudes grandilocuentes, que peca de efectista, con demasiados saltos, rodillazos y recursos de parecido calibre, que ni en el baile flamenco ni en el baile español son legítimos. Esto de alguna manera trivializa un baile, el suyo, que en cualquier caso es atractivo para su audiencia.
Hay que reconocer que Antonio Márquez es hoy el único heredero de aquella forma de hacer que tuvo en su tiempo como máximo exponente al sevillano Antonio Ruiz: espectáculo ante todo, riqueza escenográfica, lujo sin regateo. Salvando las distancias, desde luego, entre Ruiz y Márquez, porque el primero, aun siendo hombre con una tendencia también hacia el exceso, sabía contenerse y controlarse en los límites que su arte excepcional le exigía. Márquez debería reflexionar. Porque su trayectoria escénica tiene el valor testimonial de una escuela de danza de gloriosa memoria en nuestro arte, pero en ella no todo vale. Hay que tener un rigor, un equilibrio, una conciencia muy clara de lo que el arte consiente o no.
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