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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Un alma ondulante

Fernando Savater

Guardo un recuerdo especial de Si la semilla no muere. Esta autobiografía que abarca su infancia y primera juventud fue el primer libro de André Gide que leí en mi vida. Yo tenía entonces 16 años y utilizaba como guía literaria a contrario los volúmenes de Lecturas buenas y malas del jesuita Garmendia de Otaola. Cualquier obra que el santo varón desaconsejase vivamente por su inmoralidad me resultaba de inmediato interesante. En el caso de Gide ni siquiera se molestaba en pormenorizar títulos: lanzaba sobre la producción completa del autor dicterios como "abominable" , "nefanda" etcétera, y establecía que toda ella estaba incluida en el Index Libri Prohibitorum. De modo que se convirtió de inmediato para mí en objetivo prioritario de caza bibliográfica.

SI LA SEMILLA NO MUERE

André Gide

Traducción de Luis

Echávarri (revisada)

Losada

Buenos Aires-Madrid, 2002

348 páginas. 17 euros

Rebuscando en la librería

Aguilar de la calle de Goya, mi coto cinegético habitual, encontré por fin este volumen en la antigua edición de Losada. ¡Cuánto le debemos los lectores de mi edad a Losada, como a otras beneméritas editoriales hispanoamericanas que oxigenaron literariamente las estrecheces represivas del franquismo! Desde sus páginas iniciales, donde cuenta precoces aventuras masturbatorias, Si la semilla no muere se convirtió para mí en un mórbido objeto de culto. Hasta tal punto que cometí la imprudencia de llevármelo al colegio del Pilar, donde el profesor de filosofía (más leído que la media y del que por lo demás guardo muy buen recuerdo) me lo incautó al encontrarme haciendo propaganda de él ante otros chicos de la clase. Ni que decir tiene que este bienintencionado secuestro preventivo contribuyó a elevar mi aprecio por la obra y por su autor hasta alcanzar cotas legendarias...

No había vuelto a leer el libro maldito desde hace cuarenta años, a pesar de haber frecuentado tanto el resto de los escritos de Gide. En contra de lo que tantas veces ocurre (el reencuentro con viejos amores literarios o de cualquier otra clase suele proporcionar sobresaltos desoladores) esta segunda lectura me ha resultado no menos grata y creo que mucho más rica que la primera. Incluso diría que, del conjunto de la obra gideana, es una de las piezas que mejor resiste el paso del tiempo y las oscilaciones del gusto literario que tan crueles han sido con otras. Malraux llamó a André Gide "nuestro contemporáneo esencial": este alto elogio se ha convertido pronto en epitafio, porque nada envejece antes que lo esencial y vocacionalmente "contemporáneo". Hoy la figura humana y la actitud intelectual de Gide nos resultan mucho más cercanas y más sugestivas que sus libros. Las efusiones neonietzscheanas de Los alimentos terrestres suenan algo pueriles incluso a quienes las leemos con mayor simpatía; el cientifismo recreativo de Corydon impacienta más de lo que persuade y no ayuda demasiado a quienes hoy luchan por la normalización social de la conducta homosexual; sus principales novelas parecen lánguidas e incluso algo ñoñas, en contraste con los escándalos que provocaron antaño. Enrique Vila-Matas, en su espléndida El mal de Montano, al referirse a Gide rescata con buen tino Paludes, una nouvelle de juventud; yo añadiría también a esta ponderación la última que escribió en su ancianidad, Teseo. Siguen siendo sin embargo admirables por su integridad ética y política sus impresiones sobre sus viajes a la URSS y al Congo, así como sus reflexiones sobre la justicia penal en Francia.

Pero sin duda lo más vivo de

esa amplia herencia literaria para el lector actual son los escritos autobiográficos. Nuestra época indiscreta y ávida de confidencias se reconoce en su vocación casi maniática de íntimo desvelamiento, que oscila con inigualable sabiduría narcisista entre lo pudoroso y lo desvergonzado. Su torrencial diario fascina en conjunto, aunque el interés de las anotaciones sea desigual y a veces merezca las maliciosas críticas que le hizo Roger Caillois: consignar sin más Cena con Jean Paulhan. Interesante conversación, dejando al lector la tarea de envidiarle la buena compañía, resulta a veces un tanto irritante. Pero ¡qué permanente sensación nos trasmite de encontrarnos en compañía de un espíritu siempre alerta, perplejo entre las solicitaciones del rigor ascético y la sensualidad, qué ocasión de conocer por dentro un "alma ondulante" como habría dicho su querido Montaigne!

Es el nacimiento y juvenil de-

sarrollo de ese alma -su encarnación progresiva, en el sentido más propio del término- lo que nos cuenta Si la semilla no muere con extraordinaria delicadeza de matices y sentido de la evocación. Describe su marco familiar de patricios que se resisten a serlo con ostentación, su educación en un jansenismo protestante centrado en el mérito del esfuerzo y de la renuncia (contra el que se rebelará en vano toda su vida, pues nunca le faltará el sentido de culpa como llaga que acicatea cualquier delicia), sus primeras amistades y juegos, sus desvaídos estudios que contrastan con su pasión por la biología y por la música, hasta llegar a sus encuentros iniciáticos con Pierre Louys y Oscar Wilde, coronado el conjunto por el hallazgo en el norte de África del erotismo gozoso. El relato acaba a finales de la primera juventud, pero puede ser complementado -aparte, naturalmente, de con su diario- por su conmovedora despedida literaria Así sea, concluida horas antes de su muerte.

Todo ello apoyado conscientemente en el don del estilo: "Quisiera", anota en su diario, 1912, "que nadie reparara en mí más que por la perfección de mi frase y que, solamente a causa de ello, nadie pudiera imitarla". En realidad su habilidad no es tan idiosincrásica como pretende, sino más bien la perfección de un modo clásico que lleva a su más elevada cima moderna, "la fusión de la sequedad analítica y la emoción musical que es generalmente considerada como la expresión más alta de la lengua francesa", tal como señala Pierre Lepape en su imprescindible biografía André Gide, el mensajero. Puesto que el "genio" de la lengua castellana es sin duda diferente, de aquí provienen las dificultades que ofrece traducir a este autor pese a su engañosa y nítida sencillez. Y también es Lepape quien mejor comprende el sentido de esas ondulaciones anímicas que desconciertan a otros: "Cuando se le reprocha haber expresado, a veces con pocos días de intervalo, ideas contrarias, no comprende el reproche: es como si le reprochasen haber tenido un amante rubio y otro moreno. La importancia de una idea depende de la alegría y la energía que puede daros, por un momento, para avanzar; nunca de su contenido". Tal sigue siendo el núcleo incorruptible de la fuerza literaria de sus mejores logros, los que el tiempo aún no ha logrado mellar.

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