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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

De la representación

Guillermo Kuitca (Buenos Aires, 1961) arrastra tras de sí una leyenda de niño prodigio. Leyenda doble, si se quiere, o en un doble sentido. Estrictamente literal, la de aquella primera muestra individual realizada, cuentan, con tan sólo 13 años; más decisiva, a la postre, la que, apenas cumplidos los 20, lo convertiría en alevín del núcleo emergente de la nueva pintura, en la posmodernidad -versión bonaerense- cuyos otros miembros, si no le doblaban la edad, no andaban lejos. Y esta última, que hará finalmente de Kuitca el artista argentino de mayor proyección, con diferencia, en el panorama internacional del fin de siglo, sitúa también el arranque de la espléndida antológica del pintor en el Palacio de Velázquez.

GUILLERMO KUITCA

Palacio de Velázquez

Parque del Retiro. Madrid

Hasta el 28 de abril

Obras 1982-2002, subtítulo de la exposición, propone un balance panorámico de la trayectoria de ese segundo Kuitca efectivo, un relato que arranca, dos décadas atrás, con el citado episodio de eclosión precoz. La serie asociada a ese origen, Nadie olvida nada, nace, según el artista, de un proceso traumático. La sensación de haber agotado la inercia que impulsaba el trabajo anterior le llevó a la parálisis, límite catártico tras el cual, sin énfasis alguno, utilizando tan sólo los colores o las tablas que andaban por el estudio, tomando como motivo los objetos más triviales de ese entorno, comenzará, con una mínima acción pictórica, a edificar las piezas del ciclo. Y, de manera sorprendente, en la serie germinal de 1982 irrumpen ya buena parte de los rasgos elementales que vertebrarán luego su poética. Surgen, así, el color de fondo que deviene membrana escénica y el recurso a la palabra pintada, al igual que los emblemas de la silla vacante o de la cama, central este último en el imaginario de Kuitca con su plural ambivalencia, territorio indistinto del deseo, el desamparo o el ensueño.

Siguen luego en su hacer otras dos series, directamente ligadas al interés paralelo que, mediados los ochenta, mostrará por el teatro, llegando a dirigir por entonces un par de espectáculos. Y en rigor, ese punto sitúa también, a mi juicio, la aparición de otro factor, menos explícito tal vez que los anteriores, pero de alcance más extenso y decisivo. Me refiero, claro está, al tema de la representación, que en esas telas tempranas adopta todavía la rutina ilusoria del boceto escenográfico, pero que, en la evolución posterior, el artista desdoblará hacia registros más abstractos, mediante la apropiación de sucesivos estereotipos de convención descriptiva del espacio. En un quiebro que es, de hecho, equivalente al tránsito desde la imagen de la cama al empleo del colchón como soporte pictórico, también las estancias desoladas del inicio se resuelven en el diagrama de la planta de apartamento, en los planos urbanos o los mapas territoriales que han centrado la iconografía distintiva de Kuitca.

Sistemas universales de representación que, pese a su implícita asepsia técnica, infiltran a la par una latente resonancia emotiva, con el perímetro de la casa como acotación de lo íntimo o la sugestión cartográfica de ciudades y países remotos. Códigos gráficos en los que el pintor fuerza a menudo un mestizaje más explícito, ya sea en la planta de apartamento que se torna equívoca pista de aterrizaje iluminada en la noche de Coming home, ya en los callejeros que se erizan de espinas o se trazan con huesos. Es ahí donde sobreactúa, más impúdico, ese aliento melancólico que recorre la obra toda, acotando la geografía emotiva, errática y fragmentada, de un desterrado. Y luego, con las series últimas, Kuitca vuelve a mostrar asimismo sus cartas, bien que ahora con distinta intención. Pues las plantas y alzados arquitectónicos de los grandes templos de la ópera -un arquetipo que entrecruza música y escena, los dos nervios motores de la fabulación del pintor- no insisten sino en proclamar de qué va el asunto, desnudando a la luz de los focos el núcleo de la cuestión. O sea, que todo es puro teatro, que la esencia dramática de ese espacio, dibujado y desdibujado sobre la piel del color, se alumbra tan sólo en el ceremonial de la representación.

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