Moral redoblada
La opinión es y no es la intimidad. Por un lado, es cierto que nos pertenece y nos explica. Por el otro, resulta evidente que no basta para revelarnos. Cuando opinamos aspiramos a que los demás nos comprendan. Para que además puedan interpretarnos, necesitamos incorporar a la opinión la expresión de lo íntimo: emociones, intuiciones, sentimientos. Ser interpretado es mucho más útil que ser comprendido. Más completo: a lo que sé de mí, se le añade lo que no sé de mí, porque estoy dentro, implicado; lo que sólo el otro puede percibir porque está fuera, colocado a la distancia justa.
La sociedad vasca -lo digo porque lo pienso y lo siento- necesita empezar a interpretarse. Esto es: a leerse más allá de sus discursos y opiniones. Descubrirse por encima y sobre todo por debajo de sus actos. Revelarse en su intimidad. Mirarse con una curiosidad exterior, distanciada. Lo que es lo mismo que decir que las piezas de la sociedad vasca se necesitan, reflexiva y recíprocamente.
Estos párrafos no me han salido con facilidad, fluidamente. Me han costado. La escritura se arrastra en este clima. Necesita apoyo, entusiasmo. Igual que yo. Que me arrastro, cada mañana hasta la simple dignidad de ciudadana, hasta la mera postura erguida de no rendirme a la desesperanza, al abandono, a la depresión sociales. Hasta el esfuerzo cultural, intelectual, afectivo de seguir concibiendo no sé si tanto como una solución, pero al menos un argumento de futuro.
Necesito apoyo, refuerzos. Los encuentro hoy en la lucidez y el talento de dos mujeres. "El concepto de derechos humanos -escribió Hannah Arendt- sólo tiene sentido como derecho a la condición humana, que depende de la pertenencia a una sociedad; como derecho a no depender jamás de una dignidad innata que si los otros no garantizan no sólo no existe sino que es el último y el más arrogante de los mitos que hemos inventado". Lo que Hannah Arendt nos recuerda es que no nacemos con derechos humanos. Que esos derechos son el producto de un pacto de definición y de un compromiso de respeto. Existen porque los seres humanos han decidido reconocerlos y reconocérselos los unos a los otros; y obligarse en su defensa. Sin esa voluntad, la vida, la libertad, la seguridad, la justicia, no tienen contenido. Son construcciones de naipes a la intemperie. Castillos en la arena de una bajamar.
No insistiré en lo obvio; en que vamos pendiente abajo, como bolas de nieve. Por eso es más que urgente, desesperado, que entendamos de una vez que no tenemos más derechos que los que seamos capaces de reconocernos los unos a los otros. Más libertad que la que seamos capaces de defender los unos para los otros. Que nos necesitamos indisoluble, recíprocamente. En un viceversa que no admite ni regateos y ni favoritismos.
La segunda mujer es de una de mis escritores favoritos, Clarice Lispector, que En la hora de la estrella dice algo reluciente: "Pensar es un acto. Sentir es un hecho". La sociedad vasca necesita mirarse de otro modo. Cruzarse en las miradas y verse de una vez. Y quizá la mejor manera sea pasar de los actos a los hechos del sentir. Porque en Euskadi se comparten menos opiniones que sentimientos. En el de impotencia o desconfianza o miedo o agravio o dolor o hastío, nos reconocemos y nos reunimos de algún modo todos.
Vayamos por ahí. Adentrémonos, más allá de las (in)compresiones, en el terreno de las interpretaciones íntimas. El dolor es el mismo en cualquiera. El anhelo de libertad es equivalente en cada uno. Su derecho a expresarse, milimétricamente igual. Reconozcámoslo de una vez. Que ninguna (de)construcción política o jurídica va a sacarnos de esta ruina. Que sólo si empezamos a mirar con dos ojos, a escuchar con dos oídos; a redoblar nuestras exigencias morales tendremos una posibilidad. Sólo si nos recomponemos el corazón partido. Una oportunidad. La última.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.