Quiero y no puedo
El humor se cuela entre las desgracias acumuladas. Este es el país de Mortadelo y Filemón, pero también de El Roto. La semana ha sido, pues, de risa como consecuencia de la pena. Nada más lógico cuando el Gran Tren Maravilloso, el AVE, hace su entrada inaugural en Lleida mostrando que la Gran Velocidad del futuro equivale a la de una destartalada tartana; como en la España de Berlanga. Para mayor recochineo, todo ello sucede ante un montón de periodistas capaces de distinguir lo que es ir a 300 por hora y que concluyen, como Francesc Arroyo, que mejor ir en coche a Lleida que apostar por esa flamante y pretenciosa caja de sorpresas celtibéricas.
La parábola del AVE -recordemos los pactos y más pactos sobre el asunto, recordemos el dinero de todos invertido en el fiasco, recordemos las promesas, las tensiones, las ínfulas, los sueños vendidos, la propaganda- es la del quiero y no puedo. Algo muy actual y que define bien esta España de un Aznar, el kaiser galáctico -como lo dibuja Peridis-, lanzado a una guerra que, para empezar, nos costará el turismo; es decir, nuestra industria nacional por antonomasia. Pero ¿quién, salvo los previsibles afectados, piensa ahora en esta segura perspectiva? El quiero y no puedo habla de un venir a menos cuidadosamente empaquetado de grandeur, cuentos de la lechera y falta de inteligencia.
Cuando la dinámica del quiero y no puedo echa raíces entre aquellos que tienen la obligación de no perder el mundo de vista todo es posible. Se trata, por ejemplo, de pretender entrar en ese círculo de los happy few que dirigen el mundo -así lo explica The Economist esta semana refiriéndose a la política de Aznar- a costa de lo que sea, lo cual incluye la temeridad de intentar convencer al Papa de Roma de la bondad de la guerra preventiva. Cuando impera esa lógica, tan propia del entusiasmo por sí mismo de los nuevos ricos, cabe esperarlo todo. Medio país sigue, atónito, el espectáculo -una comedia y un drama al mismo tiempo- que se despliega ante nuestros pedestres ojos.
El quiero y no puedo se convierte así en la epopeya más chusca de nuestra historia. La realidad no acompaña, claro. La realidad es una cosa de estar por casa, a años luz de las pretensiones desplegadas. Ahí está, mala casualidad, que los famosos polvos peligrosísimos -dedicados a cometer atentados- decomisados a los supuestos miembros de Al Qaeda en Cataluña han resultado ser inocuos: en vez de productos explosivos o químicos destinados a aniquilarnos parece que se trata -lo ha dicho un test norteamericano llamado predictor, para mayor regocijo- de un detergente común.
Ahí está la enésima encuesta que coloca a este país a la cola del gasto público en investigación y desarrollo o en bienestar social. Ahí está ese intento de enredar al Parlamento -y a nosotros- con un acuerdo europeo pacificador y luego ir corriendo a sellar la alianza entre Valladolid y Tejas para invadir Irak. Ahí está Francia deteniendo en realidad a terroristas de ETA, mientras se vende que Estados Unidos es quien va a frenar el terrorismo. Ahí está la crisis económica, agazapada tras los fuegos de artificio mortíferos de una guerra tan anunciada como aún inexistente. ¡Ah, Mortadelo y Filemón! ¡Qué excelentes héroes infantiles fuisteis y qué bien retratasteis la trastienda del quiero y no puedo frente a una implacable realidad de estar por casa!
Porque esto es lo que sucede: la realidad, finalmente, es de estar por casa. De estar por casa, aunque, oh paradoja, las casas en este país sean precisamente el mayor exponente del quiero (casa) y no puedo (lograrla a un precio normal). Una risa para llorar.
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