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Columna
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Tu rostro hoy

Quién es la gente; qué quieren decir en realidad las cosas que se dicen y qué encubre o silencia cada palabra; qué esconde cada persona tras el camuflaje de sí misma y de qué hechos trascendentes pueden ser una pista o un aviso los hechos que en apariencia son más anodinos.

Todas esas preguntas están en el fondo de la última novela del escritor Javier Marías, Tu rostro mañana, un libro sobre delatores, espías, falsas apariencias y verdades que lo fueron pero ya no lo son, pero sobre todo un libro sobre lo invisible, sobre la incapacidad de los seres humanos para ver la verdadera naturaleza de sus semejantes, para prever la traición, la envidia o la calumnia que arden en el corazón de algunos de los que nos rodean, los que en el futuro van a vendernos o a conspirar contra nosotros en busca de nuestra destrucción. Las apariencias son un puente que cada uno tiende entre él y los demás y que en cualquier momento se puede romper, entregándonos al vacío.

En nuestros días, estos tiempos globales y centristas en que todo se quiere parecer tanto a todo que uno no termina de saber dónde empieza la derecha y acaba la izquierda o al revés, uno de los grandes defectos de la política es, precisamente, el que cada vez se base menos en las ideas y más en las apariencias, en las campañas de publicidad que intentan vender rostros en lugar de conceptos, hasta tal punto que los presuntos votantes se ven obligados, en demasiadas ocasiones, a confiar solo en lo que nunca se puede confiar: en lo que se ve, no en lo que se sabe o debería saberse.

En los peores casos, como la candidata o el candidato en campaña no tiene la más mínima intención de cumplir lo que promete, resulta que parte de su trabajo promocional consiste en volver a decir lo que ya han dicho sus rivales, sólo que agrandándolo: voy a construir más casas protegidas que el otro y a llevar el metro mucho más lejos; haré hospitales, centros de acogida, ambulatorios y escuelas; acabaré con la especulación inmobiliaria, los problemas del tráfico, el abuso de los alquileres, la contaminación, la desigualdad, la violencia doméstica y el crimen organizado; créanme, no tienen más que mirarme a los ojos para saber que no les miento.

En algunos casos la cosa llega tan lejos que el mismo aspirante que no hizo nada o lo hizo casi todo mal mientras tuvo el poder, nos reclama que confiemos en el futuro, pero no en el pasado: no se fían de lo que he hecho, solo tengan fe en lo que podría hacer a partir de mañana, si me eligen.

Mi rostro de mañana, eso es en lo único que deben pensar.

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Creo que hay millones de ciudadanos que cuando viven, como lo hacemos ahora en Madrid, una campaña electoral, piensan que sería estupendo que pasara una de estas dos cosas, o mejor aún ambas: en primer lugar, que cada candidato diese por escrito y firmadas sus promesas, junto con su compromiso notarial de dimitir en caso de incumplirlas, en un documento del dominio público -¿se atreverían a hacer algo tan simple?-; en segundo lugar, que las campañás, al menos en su inicio, fuesen anónimas, de forma que el partido en cuestión, y no su candidato, hiciera ofertas concretas y nosotros no tuviésemos que fiarmos de una cara, de un tono de voz o de una oratoria más o menos convincente, sino sólo de un programa, de una serie de planes.

¿No se han dado cuenta de que cuánto más visible es alguien menos se ve lo que dice? Pues, de este modo, se solucionaría la cuestión y quizá dejásemos de tener más madera que carcoma.

Mientras tanto, tendremos que intentar leer en esos rostros de hoy que nos prometen un paraíso, sus rostros de mañana.

Adivinar qué hay detrás de esas mujeres y hombres que nos dicen: confía en mí porque soy yo, olvidando que, como dice Javier Marías en su novela, "yo" no es nunca nadie.

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